La vida suele jugar cartas inesperadas. Algunas de ellas no sólo nos sorprenden; también revolucionan nuestra existencia. ¿Cómo continuar el día a día después de saber que un hijo tiene cáncer? ¿Cómo contener el dolor, poner el despertador para la mañana siguiente y mirar adelante cuando parece que todo tira para atrás? Éstos y otros muchos interrogantes se plantearon (y lo siguen haciendo) Paula Bandera y Guillermo Cotti, mamá y papá de Agustín (“el leoncito”, como le dicen sus seguidores en Facebook, por su garra), un niño de cuatro años, a quien le detectaron un tumor cerebral cuando tenía apenas 15 meses.

“Todo empezó en diciembre de 2012, en la época de las Fiestas, cuando Agus comenzó con vómitos frecuentes. Se agarraba la cabecita y tenía mucho sueño. Nos mostraba que algo estaba pasando. Lo llevamos a una clínica del barrio de Saavedra, Capital Federal, donde vivimos. Nos dijeron que se trataba de un problema gastrointestinal y volvimos a casa, pero la situación seguía igual y no había mejoría”, cuenta Guillermo, en diálogo con el programa A la Vuelta (Radio 2).

“Como los síntomas persistían, volvimos a consultar cinco veces más, y siempre nos decían lo mismo. Que era un virus y que tenía que hacer el proceso. Pero nosotros –remarca– no estábamos tranquilos, en especial Paula, que les insistía a los médicos para que nos dijeran cuál era el virus en concreto”.

“Como no nos daban precisiones, cambiamos de clínica. Llevamos a Agus al Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento (IADT), donde le hicieron varios análisis y una tomografía de la cabeza. Entonces nos llamaron. Yo estaba trabajando. De sólo pensar en ese momento, me vuelvo a emocionar”, dice Guillermo con la voz quebrada, y revive el instante en que los médicos les dieron el diagnóstico sobre la salud de su bebé.

“Nos dijeron que Agus tenía una hidrocefalia generada por un tumor cerebral. No entendíamos nada. Fue un baldazo de agua fría. Paula se desvaneció y casi sin llegar a comprender totalmente qué estaba pasando, tuvimos que actuar rápido. Había que operarlo urgente para colocarle una válvula que ayudara a drenar el líquido cefalorraquídeo y a descomprimir el cerebro. Y eso se hizo”.

Desde entonces, el tratamiento oncológico siguió con altibajos hasta que en 2015, la válvula se tapó y Agus estuvo internado durante 106 días en el Instituto Fleni. Larguísimos e interminables días y noches en que las idas al quirófano y al tomógrafo se convirtieron en algo cotidiano para Agustín, sus papás y el resto de la familia que los acompañaba.

Hoy, después de tantos meses de tratamiento, aparatos, estudios invasivos y quimioterapia, la familia sigue viviendo el día a día, esa ingrata unidad de medida del tiempo en la que acostumbran a encorsetarnos las enfermedades complejas.

El tumor de Agustín está situado en una zona del cerebro de difícil acceso, pegado al nervio óptico. Pudieron acceder a él, extraer más del 50 por ciento y a pesar de confirmar que se trata de un tumor de bajo grado, los problemas que causa su presencia son muchos. Agus no pudo, hasta hoy, volver a caminar por sus propios medios y necesita rehabilitación, pero eso no es todo. No hay certezas sobre el futuro y eso es, quizás, lo más difícil de sobrellevar.

“La oncóloga nos explica que no puede asegurarnos que Agus se va a salvar. Tampoco puede asegurarnos lo contrario y es muy duro vivir con eso, pero tenemos algunas alegrías. Si Dios quiere, el 29 de febrero, nuestro hijo va a ir al jardín de infantes por primera vez y eso nos emociona mucho", cuenta Guillermo, conmovido.

“Cada situación es diferente y cada uno hace lo que puede con lo que le pasa –dice Paula– y asegura que para ella fue fundamental escuchar su “instinto de madre”.

“En la clínica donde nos decían que lo de Agus era un virus, me preguntaban si yo era madre primeriza y me explicaban que los virus a veces tardan un mes en irse. Como si no confiaran en lo que contábamos.

La noche que decidimos ir al IADT, Agustín tenía 36 pulsaciones por minuto. Se estaba muriendo literalmente. Lo tuvieron que operar a las 6.30 de la mañana siguiente y los médicos nos dijeron: «Si no lo traías, el bebé se moría en tu casa».

Paula cuenta cómo el juego es el recurso más efectivo para lograr que su hijo acceda a los estudios y prácticas médicas, a veces agresivas, que resultan inevitables. Así, un tomógrafo puede transformarse en un lavarropas gigante, si mamá lo dice, y un pequeño paciente en una cama de terapia intensiva puede devenir un vendedor de jabones de todo color y tamaño que papá (cliente siempre presente) está dispuesto a comprar.

Estas sencillas estrategias sumadas a la invalorable capacidad de los niños de vivir el puro presente ayudan día tras día a alcanzar un fin tan ansiado como esquivo: preservar la vida.