“Pasajera en trance

pasajera en tránsito perpetuo.

Pasajera en trance

transitando los lugares ciertos”.

(Charly García)

Natalia va en colectivo al trabajo cada mañana. Se toma en zona sur el 144 que la deja en el centro y en el transcurso de esa media hora, sea verano o invierno le puede pasar. Es una lotería pero le toca seguido. Apenas sube al bondi empieza a llenarse. Uno y otra y otra más y otro al que le sigue otra y otros más. El colectivero grita “al fondo que hay lugar” y como si fuera magia, el pasillo se extiende y ya no son pasajeros, son una masa. Pie con pie, nariz con nariz, respirando el mismo aire en un solo aliento.

Natalia y los demás, esos otros, saben ajustarse.

En los últimos días, la economía de la gente se parece a ese ómnibus repleto. Todo tiene que entrar en un mismo espacio que no posee, justamente, cualidades expansivas. Crecen los gastos, como los pasajeros, y deben contenerse en el bolsillo de siempre, que sigue intacto si es que no se achicó un poco.

La palabra ajuste empieza a hacer ruido. El Estado y también el privado ajustan a través del achique de gastos que se traduce en despidos, menores servicios y reducción de la asistencia social. Es decir, generan nuevos ajustados que, a su vez, limitarán sus propias economías y con las de ellos la de los demás. Porque al igual que en el colectivo, cada movimiento repercute en el de al lado, y así hasta llegar al último asiento.

Y suena injusto que se apele a ese término, que en su significado refiere a la acción conciliadora de adaptarse, de acomodarse a fin de lograr armonía. Tanto como se aprieta una tapa al pico de una botella para mantener el líquido en condiciones, o una persona cumple la ley porque entiende su vida en comunidad o por qué no, como una camisa envuelve al cuerpo humano para vestirlo.

Los ajustes que padecemos los argentinos, sean en mayor o menor medida una consecuencia de la “herencia” del anterior gobierno, no siguen esa lógica de encaje. Cuando de la economía se trata sabe a recorte, a prohibición, a limitación, a un desmejoramiento de la calidad de vida. Ya deberíamos dejar atrás esa palabra, si es que la idea es sincerarnos.

Los ejemplos están en la calle y en casa. De a poco hemos modificado nuestro consumo sencillamente porque el dinero no alcanza. Quienes podían darse ciertos lujos, hoy lo piensan dos, tres veces. Los que mantenían sus hogares en un balanceado equilibrio entre cubrir necesidades y gastar en ocio, ya empezaron a recortar las salidas al cine, que no más gimnasio, que a la peluquería sólo una vez al mes, que no voy a comprarme ropa este invierno porque está carísima, que comemos en casa de amigos este sábado. También, hay otro grupo social que asegura que, directamente, ya no puede hacer frente al pago de los impuestos. Recurren a la autogestión, a la fabricación manual de sus ropas y alimentos. Incluso, les cuesta pagar el transporte y ya piensan en adquirir una bicicleta o moverse a pie. Están en la cuerda floja.

¿Y qué podrán quitarse los que ya no tenían nada? Hay un sector social que sobrevive gracias a la acción estatal y la caridad de algunos que es, sencillamente, el grupo social más afectado. La miseria tiene el don de multiplicarse rápidamente y en su territorio, no deja espacio para amucharse y seguir viaje. No hay nada que acomodar en el caos.

Natalia se levanta a las 6 una vez más. Corre a la parada de colectivo con la ilusión de un asiento disponible. Un lugar que le permita soñar, al menos un ratito, en que tanta renuncia dará sus frutos.