Hace ya más de un decenio que empezó a generalizarse la expresión de “nativos digitales” para referirse a las generaciones de estudiantes que, desde que nacieron, tuvieron a su alcance distintos dispositivos digitales y, por consiguiente, desde siempre han vivido en un entorno en el que el acceso a la tecnología era prácticamente ubicuo. Primero con las computadoras y ahora con las tabletas y los teléfonos inteligentes, parece a simple vista que no se trata más que de dispositivos que los jóvenes utilizan, fundamentalmente, para alimentar sus relaciones sociales a través de la red o para divertirse jugando o viendo videos. En definitiva, que su peculiar, íntimo e imprescindible vínculo con la tecnología no tiene otra relación con el aprendizaje que el de representar un riesgo omnipresente de distracción, por no decir de “estupidización”.

Por esta razón, la primera reacción de los profesores y de los líderes escolares ha venido siendo la de prohibir el uso de estas tecnologías, en particular de las móviles, en las aulas, lo cual ha sido siempre perfectamente comprendido y respaldado por las familias. Así se ha contribuido a preservar el modelo pedagógico característico de la escuela en el siglo XX.

Al aceptar que el alumno dispone, no sólo de unos dispositivos cuyo uso se puede maximizar en el aula, sino también de un capital de prácticas y de experiencias de uso, es inevitable preguntarse cómo emplean los dispositivos, las aplicaciones y los servicios digitales para, de alguna forma, realizar sus tareas escolares y, en definitiva, aprender. Y, más allá, si las escuelas y los profesores pueden sacar partido de ese capital para encontrar inspiración en el rediseño de sus modelos pedagógicos porque, por otra parte, es muy posible también que las expectativas de los alumnos hayan evolucionado a medida que se han ido convirtiendo en gourmets del consumo de productos y servicios digital. La respuesta a estos interrogantes desde una perspectiva internacional permite desvelar algunas lecciones que, sin duda, conducen a la reflexión pedagógica.

La primera lección es que los alumnos, a partir de edades cada vez más tempranas (ya en algunos países cuando acceden a la escuela primera), están equipados con multitud de dispositivos y que transitan de uno a otro según convenga a la actividad que están desarrollando: prefieren una pantalla mayor cuando quieren ver un video pero les basta con la de un teléfono cuando quieren leer o escribir textos cortos. Esto desafía la visión tradicional del equipamiento tecnológico en las escuelas donde todo se apuesta a un único tipo de dispositivo.

Luego, segunda lección, la movilidad está ganando la batalla de la conectividad y esto tiene la enorme ventaja de permitir que los profesores planifiquen las tareas sabiendo que los alumnos siempre están conectados —también entre sí—. El trabajo cooperativo sucederá inevitablemente aunque el profesor espere que los alumnos realicen sus tareas individualmente. Mejor, pues, partir del principio de la realidad: siempre están conectados entre sí a través de aplicaciones sociales y a Internet. Luego las tareas escolares, en el hogar o en el aula, no pueden seguir siendo las mismas que se diseñaron para estudiantes que trabajaban aisladamente y sin otro soporte que el libro de texto. Cerrar los ojos a este hecho es un grave error pedagógico.

Una tercera lección es que, a diferencia de lo que hace la mayoría de los profesores cuando se conectan para buscar información, los alumnos prefieren encontrar respuestas a sus preguntas en formato video, no textual. Los datos de uso acreditan que para los estudiantes de hoy contenido es sinónimo de secuencia de video y que, por extensión, en los sitios web los alumnos prestan muy poca atención a los elementos textuales y, en realidad, muchas veces ni siquiera se leen los textos. Hay que hacer una doble lectura de este comportamiento: en el aspecto positivo, se puede sacar partido de esta propensión al video para capturar el interés del alumno o incluso presentar contenido (como lo hace, por ejemplo, el fenómeno mundial de la Khan Academy, y también un número creciente de profesores); pero, en el aspecto negativo, es inevitable interrogarse acerca de qué aproximación pedagógica puede devolver el interés de los estudiantes por la lectura, independientemente de que se trate de un soporte impreso o digital.

Una última lección, que tal vez sorprenda, es que los alumnos cada vez están más conscientes de la importancia de su privacidad. Es como si se hubiera producido un aprendizaje generacional, desde la más cándida inocencia hasta el convencimiento de que, cuando algo es ofrecido gratuitamente por una empresa en Internet, el precio que uno termina pagando son los datos que desvela acerca de sí mismo. Puede parecer que esto nada tiene que ver con el mundo escolar pero, a medida que las plataformas escolares se van generalizando, tanto los alumnos como sus familias se plantean cada vez más interrogantes sobre la protección de la privacidad de los datos y cómo el centro la protege. La legislación en este ámbito será progresivamente más exigente y los docentes deben reflexionar seriamente acerca de cómo datos que antes estaban únicamente en sus expedientes, cerrados y protegidos en un armario, ahora son quizás demasiado accesibles en Internet.