Desde hace unos años, es manifiesto que la escuela no es un espacio homogéneo; la presencia de variables socioeconómicas y culturales juega un papel importante, aunque no determinante, en el éxito educativo. Varios autores señalan que un gran obstáculo radica en que muchos jóvenes atraviesan por situaciones de precariedad y pobreza, por lo que deben asumir ciertas responsabilidades con el fin de ayudar al bienestar de sus familias.

A menudo, en la institución escolar, seguimos pregonando viejas proposiciones que marcan prácticas áulicas un tanto rígidas. Esto conlleva a un malestar docente, así como un malestar de los alumnos, que no encuentran en la escuela un espacio significativo. Dicho malestar, explicitado en toda la población escolar se exterioriza claramente en el cansancio de los profesores y en la abulia de los estudiantes, quienes justifican su estar en la escuela con objetivos a largo plazo o porque no queda otra opción.

Al respecto, Tenti Fanfani (2009) plantea que uno de los puntos críticos que estarían limitando la expansión del nivel medio se relaciona con las condiciones sociales necesarias para sostener la escolarización de los adolescentes y jóvenes especialmente en contextos de crisis y exclusión social. Y, si bien la Ley de Educación Nacional N° 26206 (2006) y las Resoluciones del Consejo federal de educación dan marco legal a la obligatoriedad escolar y a las multiculturalidades que encontramos en nuestro campo de trabajo, queda mucho camino por recorrer en el campo de las prácticas. Por citar sólo un ejemplo, la Resolución 84/ 09 señala la necesidad de la democratización de los saberes, a través de la recuperación de la diversidad de historias, trayectorias y culturas de las que los adolescentes y jóvenes son portadores, para intervenir sobre ellas sin producir exclusiones o estigmatizaciones de ninguna naturaleza.

Ahora bien si tomamos en cuenta que América Latina es la región más desigual del planeta, con un coeficiente de Gini de 0.53 (es un valor entre 0 y 1, en donde 0 significa la igualdad perfecta y 1 corresponde a la desigualdad máxima), es necesario direccionar los proyectos institucionales como un instrumento para avanzar en una transformación progresiva del modelo institucional de la educación secundaria y de la prácticas pedagógicas que implica, generando recorridos formativos diversificados.

Por tanto, es necesario romper con el ordenamiento tradicional que ha caracterizado a la institución escolar, con un sistema de organización lineal del tiempo que establece etapas de la vida para ir a ciertos niveles escolares, ritmos de adquisición de los aprendizajes y duración de las jornadas. Esta visión entra en crisis hoy en día y nos pone a discutir de qué manera lo modificamos, rompiendo especialmente con algunas naturalizaciones o “verdades” que se sostienen en la escuela.

Si formamos estudiantes críticos que cuestionen las prácticas áulicas y que puedan reflexionar sobre sus procesos de aprendizaje, docentes y alumnos seremos capaces de tomar conciencia que dichas prácticas no son puras, asépticas, sino que implican una toma de posición respecto del contexto, de los sujetos involucrados y de las nuevas formas de aprender. De esa manera, se podrá ir achicando la brecha entre cultura escolar y cultura juvenil a fin de sostener trayectorias de aprendizajes válidas y contextuadas.

Pero, para ello, los docentes seremos quienes tenemos que abrir la mirada, proponer otras maneras de enseñar y aprender en la escuela, habilitando otros tipos de cursados. De lo contrario, la letra de la ley será, una vez más, sólo eso, un marco legal que nos lleva a hacer “como si”, pero no nos habilitará para vincularnos con el Otro, ese sujeto que día a día nos mira y espera nuestra respuesta para encontrarle sentido no sólo a la escuela, sino también a un mundo hostil que los excluye día a día.

Por: Carina Cabo, especialista en TIC y Educación.