De nada sirve, escaparse de uno mismo

Moris

 

¿Cuánto dura una vida? ¿Es larga o es corta? ¿Y un viaje? Una hora, ¿qué carajo es una hora? ¿60 minutos? ¿Sólo eso?

Las palabras. Una dicen tanto, otras callan. No pueden tener el mismo precio. ¿Tienen valor las palabras? Hay palabras valientes. Y debemos hacerles justicia.

Como al tiempo. ¿Es un momento igual a otro? ¿Y las horas? ¿Todas duran 60 minutos?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, creía en el presente. No podía negar ni el pasado, ni el futuro. ¿O acaso de qué están hechos los sueños?

Pero él pensaba que en el presente estaba la respuesta a todo. Simplemente en vivirlo. 

El asunto es que no todo tiempo presente fue mejor. Que no todos los momentos son iguales. Que no todas las horas duran 60 minutos. Muy especialmente, creía Vladimir, en el crucero Eugenio B. Allí parecia que a nadie lo perseguía su pasado. Y que nadie temía su futuro. 

Pero no era así. Detrás de las sonrisas, de los trajes, de los violines, de los capeletis a la gran Caruso, había soledades, desencuentros, miedos.

El dinero simula alegría. Pero siempre hay un momento en que estamos desnudos. ¿Acaso un billete de un dólar puede ser un taparrabos? Puede parecerse.

El crucero Eugenio B, con toda su parafernalia de diversión, sus platos orgásmicos, su pizza anti insomnio, su navegar relajado, no podía tapar (al menos no del todo) ese mundo en llamas que lo rodeaba. Si, justamente, su razón de ser era proteger a sus pasajeros de él. (No olvidar que todo esto ocurre en vísperas de la segunda guerra mundial, que el barco salió de una Roma tomada por los camisas negra del dictador sin pelo, aliado a su vez del dictador con bigote de Berlín, y que Vadimir viaja con sus amigos, el matemático judío italiano Beppo Trevi, Juan Mirón, Tomasito Mann y el gran Vito Nebbia, que pronto iba a debutar con su música en el teatro del crucero). (*) 

Don Bosta , el dueño de esa ciudad flotante que navegaba hacia un mundo que se dice nuevo, imaginó que ese viaje, en ese crucero, era el del Arca de Noé. Pero pago. O sea, él se sentía como una especie de patriarca bíblico, pero aggiornado a su tiempo. Porque, al fin de cuentas, la única verdad es la realidad y el capitalismo es el capitalismo, estúpidos (*). 

Para ser concretos, porque siempre es difícil hablar de plata, sobre todo cuando vas al psicólogo por primera vez. Viajar en el arca de Don Bosta tenía precio. Un buen precio. ¿O acaso el bueno de Noé invirtió en piletas, jacuzzi, gimnasio, spa, y pasaba películas 4 D para esos animalitos que iban hacinados en su arca y que tenían ni más ni menos que la heroica misión de salvar sus especies. 

Al menos, el pasaje en el Eugenio B se podía pagar en doce cuotas, lo que no es poco en época inflacionaria, como la que vivía aquella Europa de entreguerras. O trabajar, como Vladimir y sus amigos, menos el novelista Tomasito Mann.

Viejo compañero de las aulas universitarias de Berlín, Tomasito estaba allí porque Don Bosta le hizo precio. Es que le dijeron que escribía lindo y acaso podía contar una historia que lo pusiera al ambicioso Eugenio no a la altura de Don Oskar Schindler, el de la lista, pero sí algunos escalones más abajo. Relato, le dicen ahora. Y todavía no sabía Don Bosta que Mann era portador del virus del veganismo. 

Lo cierto es que el crucero Eugenio B era un escape de lujo. Pero escape al fin. Y nunca se puede escapar del todo. 

Aunque cocine Caruso Lombardo, aunque cante Vito Nebbia, aunque haya clases gratis de pilates reformer, aunque en el restaurante te reciba Nito Metre, aunque tu mozo sea Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el mismo que después iba a ser el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo.

Tomasito Mann avanzaba con su texto, que no era la historia que pretendía Don Bosta sino un ensayo sobre un presente en el muchos creían que la palabra muerte vale más que la palabra vida (el novelista se anticipó al tiempo de los hombres-bomba). No tienen que ser muchos para hacer trizas el siempre frágil equilibrio en el que vive la humanidad, escribe el novelista. Estaba triste, y encima no había probado los capeletis a la gran Caruso por eso del veganismo. Destiempo, anota como opción de título. 

Destiempo. No lugar. El crucero Eugenio B como una especie de limbo. Un pozo de la historia. (Nada que no se pudiese arreglar con tareas de bacheo, diría el filósofo cervecero Martiñoño Molino, que investigó como nadie el origen de las recetas del cocinero Caruso Lombardo, sobre todo la de los capelettis a la gran Caruso).

Vladimir Ilich Tao Tse Tung solía decir que no hay que resistirse al presente. La vida es ahora, Mann, le reprochó aquella noche estrellada a Tomasito, que ni siquiera quiso probar el tramisú del gran Caruso Lombardo que le llevó al camarote porque pensó que no podía seguir escribiendo y no comer nada (hasta los grandes filósofos se sensibilizan ante alguien que extraña a la madre).

¿Qué dicen los pibes con celulares Huawei, que no por casualidad es una marca china, y que acaso por accidente pueden cruzarse con estas historias?

A propósito, ¿por cuánto recomiendan silenciar el grupo de Whatsapp? ¿8 horas, una semana o un año? 

(*) No hay dudas que de haber vivido en este tiempo, Vladimir Ilich Tao Tse Tung hubiera sido cultor del hipervínculo.

(*) A Vladimir le gustaban las máximas del Juan Domingo, el primer papa de un país que era cuna de papas y directores técnicos.