Patricia revuelve el guiso de arroz y el olorcito a salsa y carne picada se abre paso hacia la otra habitación. Allí, un grupito de niños se impacienta con el timbre que anuncia la hora de almorzar pero que no llega. Son los “pequeños demonios” de la escuela Marcos Sastre, como los llama con cariño su director Rubén Ferreyra. No tienen más de cinco años y todos los días acuden a clases con la seño Julieta Tripi. Ferreyra y Tripi se reparten la enseñanza de una veintena de chiquitos, hijos, todos, de pescadores que viven en la isla. Para ellos, un paraíso. Para otros, su objeto de deseo.

Aunque bajo jurisdicción entrerriana, cada rincón de la escuela y las diez hectáreas en la que está emplazada son santafesinas. La provincia las compró en 1947 para el Ministerio de Educación que hoy encabeza Claudia Balagué. El título de propiedad es el mismo desde entonces, pero en el medio un hombre sacó un boleto de compra de la galera y reclamó lo que nunca fue suyo: la escuela y sus diez hectáreas.

“¿Quién vendió un pedazo de tierra que tenía dueño? Puede haber cambiado de jurisdicción pero lo que nunca puede cambiar es el título de propiedad”, resumió Ferreyra, consultado por Rosario3.com, que se dio una vuelta por la isla y conoció las costumbres de sus habitantes.

Aunque los papeles son claros, los isleños tienen miedo. Tres generaciones de casi 20 familias vivieron allí tranquilos hasta que un tal Acosta llegó. Gabriel Callegri, el presidente de la cooperadora, contó que en mayo pasado, ante la indiferencia de la policía entrerriana, los hijos de este hombre prendieron fuego una de las casas. Señaló que es común verlos caminar entre las humildes cabañas y reconoció que se sienten intimidados.

Sobre él poco se sabe. Varios años atrás tuvo un vínculo con los isleños de El Espinillo pero ahora –señaló Callegri– se dedica a la ganadería y vive en Ibarlucea.

Del otro lado del río, el diputado José María Tessa y la abogada Victoria Dunda hacen fuerza para aclarar la cuestión de una vez por todas, pero parece haber poca predisposición de parte de las autoridades santafesinas; o esto es, al menos, lo que notan los isleños.

Paraíso

En El Espinillo hay cerca de 20 casas, algunas nuevas, algunas a medio hacer, otras con varios años de sol y lluvia en sus techos. Sus propietarios son amigos y familiares. Los abuelos viven cerca de sus nietos y los tíos de sus sobrinos. Después de clases, los niños corretean descalzos de una cabañita a la otra; se buscan para jugar, siempre bajo la mirada atenta de algún adulto. Se respira tranquilidad.

Animales hay pocos. El comportamiento caprichoso del río no lo permite: cuando viene la crecida las aguas arrasan con todo. Por eso, tampoco los isleños se dedican al cultivo. La pesca es su principal sustento, aunque no el único. Hay días que las redes vuelven vacías y entonces los hombres de la isla aprovechan alguna changuita en la ciudad.

Tampoco hay luz, ni agua. Pero todos coinciden, así, la isla es perfecta. “Cuando llegue la luz a la isla, va a dejar de ser isla”, observó Alejandro, que se radicó en El Espinillo cansado –aseguró– de la violencia de las calles de Rosario. No quiere criar allí a sus hijos.

“Acá disfrutamos del silencio, de la naturaleza”, observó Tripi que pasa mitad de su día en la ciudad y, enfatizó, quiere jubilarse en la isla.

Sin embargo, no cualquiera puede cruzarse y construir su casita; antes necesitan el permiso de sus habitantes que frente a un pedido evalúan en asamblea si el solicitante es digno de confianza. La paz es un valor que defiende a capa y espada, y ahora un desconocido parece ponerla en jaque.