El juego está en marcha. La bala está adentro del tambor del revólver, el cilindro gira con fuerza y pronto el cañón estará apoyado en la sien de uno de los participantes. El gatillo será presionado en breve y el azar comenzará a cumplir su rol. Si ninguna bala se dispara, el jugador continúa en el juego y el revólver pasa al siguiente. Si éste se salva, el arma pasa a manos de otro, así hasta que a uno de ellos le toque la bala y reciba el disparo. El objetivo es sobrevivir: gana el que no muere y el que pierde, pierde para siempre. Dicen que lo jugaban los oficiales zaristas en Rusia, allá por el 1800. En Argentina es muy común y los participantes juegan sin percatarse: basta con subirse a un colectivo y salir a la ruta.

Febrero del 2017, cerca de las diez y media de la mañana. Verano. El sol comienza a posicionarse en ese lugar donde los rayos tienen más fuerza para hacer subir la temperatura hasta el punto de hervor. La ciudad de Rosario es un horno y Agustina sale de su facultad donde estudia ingeniería civil para volver a Zavalla, su pueblo. Debe subirse a dos colectivos. El primero la dejará en Plaza Sarmiento donde se tomará el segundo. La plaza está ubicada en un lugar estratégico del centro de Rosario, que sirve de conexión para muchas líneas de autobuses interurbanos de corta distancia, pero no siempre fue una plaza.

Mientras, lejos del bullicio urbano, del exceso de monóxido de carbono de un creciente parque automotor y del hollín, el canto de los pájaros acompaña el silencio de los campos repletos de yuyales en ambos lados de la ruta 33, silencio que sólo se interrumpe con el paso veloz de algún vehículo en viaje. En poco tiempo, el colectivo de la empresa Metropolitana en el que ya viaja Agustina, será uno de ellos. Sus padres y sus perros la están esperando.

Los usuarios del servicio a Zavalla se hicieron escuchar.
Zavalla, la localidad más golpeada por la tragedia.

El colectivo blanco y naranja avanza; es el interno 145 patente LIM 461. El mismo que bastante más temprano la llevó a Agustina a rendir su examen final de segundo año. Fue fabricado en el año 2012 y con una particularidad distintiva: su caño de escape hace una curva desde la mitad del vehículo, lo atraviesa de manera vertical hacia arriba y evacúa los gases de combustión como si fuera una chimenea, lo que le permitió trabajar sus primeros tres años trasladando operarios a las minas de Barrick Gold en San Juan, ya que no levantaba el polvo ni la tierra de esos sinuosos caminos de montaña. Está al servicio de la empresa Metropolitana.

El colectivo cuando todavía tenía el cartel de Barrick Gold. 

Atraviesa Rosario, cruza Pérez y se aproxima al destino. Al volante va Aníbal, chofer de la empresa desde hace siete años. Aunque Agustina nunca fue más allá del saludo habitual de un pasajero, le encanta viajar con él. Es amable, agradable y, además, amigo de muchos pasajeros y receptor de sus historias, chistes, anécdotas, problemas y quejas; muchas quejas. Tantas, que está decidido a postularse como delegado del sindicato para intentar cambiar las condiciones de los colectivos: falta de mantenimiento, problemas de higiene, motores que se rompen en pleno viaje… y, ¿el aire acondicionado? "El único aire que tienen estos colectivos es el de las ruedas", suele contestar Aníbal cuando los pasajeros le preguntan.

La temperatura aumenta, hace mucho calor. Agustina se pregunta cómo hacen los choferes para estar horas y horas en esta lata bajo el sol. Escucha música en los auriculares y mastica bronca: la noche anterior se quedó despierta hasta tarde, durmió solo un par de horas y, encima, le fue mal en el examen. Quiere estar sola, sin que nadie le hable, refugiándose en la música. Ni siquiera se sentó donde siempre, adelante, atrás del chofer, para ver el paisaje del viaje. Está sentada en el sector izquierdo, en el medio, donde corre más aire. En poco tiempo se dará cuenta que en ese lugar no sólo hay aire, habrá algo más: habrá vida.

El colectivo pasa la famosa "Curva de la muerte”. Acelera y entra en una recta interminable. Adentro los asientos de plástico se mueven, tiemblan, como siempre. Faltan cinco minutos para que Agustina llegue a su casa. Pero hay un ruido fuerte, en seco, un ruido de destrucción, de dolor, de sufrimiento. La goma revienta. Agustina siente que se salió una rueda, y ve como un hombre, parado, se va para un costado. Hay un grito de terror de Aníbal, que pierde el control del colectivo y cruza de carril: ¡¡¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhh!!!!!!. Respiraciones que quedan en suspenso y otra explosión, más fuerte, de impacto, de muerte.

Afuera, las vías del ferrocarril paralelas a la ruta 33, vencidas hace tiempo por el negocio del sistema de transporte argentino, observan y escuchan impotentes. Frente a ellas, dos colectivos de la misma empresa, Monticas, hundidos de trompa y entrelazados en la zanja de desagüe al costado de la ruta.

Una imagen de aquel trágico 24 de febrero de 2017 (Alan Monzón/Rosario3.com)

Agustina se despierta. Estuvo dormida y no recuerda el grito de Aníbal ni la segunda explosión. Está tirada boca arriba en algún lugar de la parte de adelante del colectivo, que va hacia abajo, hacia la oscuridad de la zanja. Nunca sintió una soledad tan inmensa como esta. Apenas puede mover la cabeza, pero es suficiente para ver su pierna izquierda colgando.

La tierra y el polvo están suspendidos en el aire, los asientos que antes tambaleaban ahora están desencajados unos arriba de otros. Pedacitos de vidrios estallados están desparramados por el colectivo. Y rojo, mucho rojo por todos lados. Como una masacre, dirá después uno de los primeros bomberos en llegar al lugar.

La dimensión del tiempo ya no existe. El reloj se detuvo y solo importa una cosa: sobrevivir. Agustina respira para tranquilizarse, inhala y exhala profundo, reza por dentro, reza mucho. Escucha una voz diciendo que los bomberos ya llegan, que están cerca, y se vuelve a quedar dormida. La adrenalina funciona como anestesia, no hay dolor físico.

Los gritos de una mujer pidiendo que la saquen urgente del colectivo la despiertan. Agustina también empieza a gritar: ¡Sáquenme, por favor!, ¡tengo 21 años, no quiero morir ahora! 

Muy cerca de ella, se escucha a una chica respirar. Respira mal, entrecortado. Otra mujer, joven, le toca el pelo y el cuello. Agustina no quiere que la lastimen más de lo que está y le toma la mano, la contiene: Ya te sacan, ya te sacan, le dice.

Los bomberos de Zavalla y Pérez son los primeros en llegar. Más tarde llegarán de Casilda, Roldán, Rosario, Alvarez, Acebal, Funes y Arroyo Seco. El colectivo está inestable, se tambalea cuando alguien se sube y en ese tambaleo se mueven los que ya están adentro. Agustina está dormida otra vez. Su cuerpo pequeño y herido empieza a desplazarse hacia abajo. Se desliza. Cae a lo profundo, cae a lo oscuro, cae de espaldas contra un costado de la zanja. Se despierta. Al lado suyo una mujer, la que respira mal. Hay olor a aceite y a nafta. Se cubre la cara con los brazos para que los vidrios astillados que caen del colectivo no la lastimen. 

Los bomberos se mueven rápido para sacar a los sobrevivientes de este verdadero infierno. El sol calienta el pavimento y el metal. La temperatura sube a sesenta grados adentro del colectivo. Al estrés de trabajar en semejante escena se suma el calor. El trabajo se hace cada vez más difícil, pero los bomberos logran llegar a donde está Agustina, con parte de su cuerpo mojado por el agua sucia de la zanja. Le hacen morder su pollera larga. Con fuerza. La levantan y la ubican sobre la tabla en la cual, por fin, la sacarán a la luz. Uno de los dos bomberos voluntarios que está junto a ella es Lautaro Barquero, amigo de Agustina desde chicos, que con sus veintidós años vive la experiencia más impactante de su vida.

Los padres de Agustina se enteran de la noticia y corren con angustia y desesperación por el jardín de la casa. Los perros ladran en Zavalla. Mientras tanto, una ambulancia la traslada a toda velocidad al Hospital Provincial de Rosario. Tiene golpes y varias heridas en todo su cuerpo y la pierna izquierda está quebrada por completo, pero respira.

A Agustina le llevó varios meses volver a caminar luego del accidente.

Todo será distinto a partir de ahora. La vida cambió de repente para Agustina y también para Zavalla. Un pueblo que supo forjar un vínculo afectivo con la empresa Monticas, donde muchos zavallenses trabajaron como choferes, mecánicos, lavadores, administrativos o en mantenimiento. Desde la implementación del servicio, allá por 1967 con la fundación de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Rosario, los choferes de la empresa fueron parte de este pueblo. Eran los encargados de llevar a los pasajeros hasta la plaza Sarmiento, en el centro de Rosario: toda una bendición para los que viven rodeados de campo. Aníbal Pontiel y Gustavo Souza estaban en esa lista. La lista del orgullo, del cariño y del afecto. Sin embargo, el 24 de febrero del 2017 también pasaron a formar parte de otra lista. La fría, helada y triste lista de los muertos.

Zavalla, un pueblo de seis mil habitantes, donde todos se conocen, vio como a pocos kilómetros morían seis de ellos. Como si el diablo hubiera estado presente con la numerología.

Gustavo Souza anticipó que algo grave podía pasar. Era cantado. Gustavo, y también Aníbal, todos los días iniciaba un viaje con destino incierto. Sabía que podía no volver. Sabía y se lo dijo a su hermano en un mensaje de voz al celular, que se difundió horas después del accidente: "No le hacen mantenimiento adentro de la empresa, […] Nosotros peligramos que se nos salga una goma, una rueda; esto es cualquier cosa".

Gustavo Souza, el chofer de Monticas que murió en el choque.

Nadie imaginó que un mes después de este mensaje ocurriría la peor tragedia vial de la historia de la provincia de Santa Fe. Trece personas murieron y treinta resultaron heridas física y mentalmente. 

En Argentina, la causalidad es cuantificable. Mueren 7.268 personas en accidentes de tránsito por año; como si un avión de pasajeros cayera todas las semanas muriendo unas 130 personas cada vez. En el km 779 de la ruta 33, parte de esa estadística se materializó, se hizo carne, se hizo sufrimiento.

El 3 de noviembre del 2017, doscientos cincuenta y dos días después de la tragedia, Agustina cumplió 22 años. Fueron doscientos cincuenta y dos días de rehabilitación, de volver a caminar y de subirse de nuevo a un colectivo, con miedo. Ese 3 de noviembre Agustina se preguntó por qué. Por qué ella pudo festejar, viva y con amigos mientras otros que viajaban a su lado están enterrados.

La ruleta rusa.

(*) Esta crónica fue realizada como trabajo final para la cátedra Audiocreativa de la Facultad de Comunicación Social de la UNR