“Tenías un vestido y un amor. Simplemente te vi”, Fito Páez.

Tres, cuatro, cinco colores en una franja de encadenados hilos. Un rosa, un azul, un negro trepando por un árbol, creciendo por su tronco. Abrazado a la corteza, se expande un tejido, a manos de quién sabe, cubriendo los pliegues y las ovaladas líneas que la surcan. El plátano queda vestido, abrigado a la moda que se impone hace tiempo en las calles rosarinas, sobre todo en las veredas de negocios y jardines de infantes; muchas veces ladeados por multicolores banderines en fila. Un combo hippie chic que avisa que ahí mismo se sirve el mejor café con leche con tortas frutales o panes rellenos de semillas.

La idea es hacerlos visibles. Quizás quienes promuevan esta tendencia- el denominado arte del Yarn Bombing–, piensen que los árboles precisan ser adornados con lanas y trapos para resultar más atractivos. La posibilidad de que existan vecinos preocupados en promover al árbol como un ser vivo, un integrante más de la ciudad que debe ser cuidado y admirado, me atrapa.

Sin embargo.

Blanco de novia. Negro de luto. De gala, de nochecita de bares, de dos piezas para la pileta. De calcitas para el gimnasio, cortos para la pelota. Casual, formal o de entre casa. El vestido en sus múltiples formas–la industria textil es inmensa– viene, históricamente, a cubrir la desnudez o bien, a resaltarla. Tapadas algunas partes, resurgen otras.

La vestimenta es una manera de mostrarnos, una excusa más para que nos vean y, por qué no, para ser queridos. Una vía de adaptación y aceptación social, de pertenencia a un grupo y de distancia irreconciliable con otro. Lo que nos ponemos encima y aquello que nos sacamos, nos identifica y define en gran parte, pero sobre todo nos revela a los demás aunque se cante tanto eso de que la pinta es lo de menos.

Alrededor del vestido, la estética, que vinculada a lo bello es meramente subjetiva. Cada cual mira lo que puede y como puede. Lo dejó en evidencia aquel vestido azul y negro/blanco y dorado sobre el cual tantos agudizaron la vista hace algunas semanas atrás. Presentado como un fenómeno óptico, la prenda vino a dejar en claro que sobre colores todo y nada está escrito ya. Lo mismo con el gusto.

¿Por qué vestir a los árboles con telas que esconden la majestuosa trama de su corteza? No hay razones lógicas en el arte ni en los deseos. Por más que resulten en ropitas al crochet.

Rosario, si la Municipalidad cumple su Plan Forestal 2015, sumará este año a sus veredas 5 mil jacarandaes, lapachos, pezuñas de vaca, fresnos y liquidambar. Más especies para respirar mejor, para ganarle con verde y sombra al calor del hormigón y prefurmar con flores y frutos al viento.

Ojalá no alcance la lana ni los hilos para tanto tronco. Aunque mis ojos prefieran disfrutar al desnudo el interminable mapa que los árboles revelan de copa a raíz.