Yo sé,

yo sé que acaso...

entiendes el lenguaje del cielo... (Luis Alberto Spinetta)

“El piso vibró, miré al techo y vi que la lámpara se movía”. El miércoles pasado a muchos les pasó lo mismo que a Raquel, mi mamá. Apenas advirtió algo de inestabilidad en sus pies – sin saber que Chile temblaba al punto de sacudir Rosario en ese mismo momento– levantó su mirada, naturalmente.

No hay forma de separar el cielo de la tierra. Vivimos con los ojos puestos allá, conmovidos y condicionados por un lenguaje que sólo logramos interpretar a medias. Sin embargo, es ahí en el misterioso celeste que buscamos algunas de las soluciones más trascendentes a nuestros problemas aquí en la tierra. Mucho más cuando empieza a temblar ese soporte que creíamos inamovible.

Rosario viene temblando hace mucho. Primero fueron pequeños sacudones, movimientos que dejaron grietas apenas marcadas. Pero no cesaron los espasmos y esos cortes se profundizaron. La tierra si se mueve, se quiebra.

Sebastián tiene unos 30 años y trabaja como albañil. Como muchos de sus compañeros va a la obra en bicicleta y en ese camino, el pasado 7 de septiembre fue asaltado. Tres disparos a la cabeza le afectaron la vista. Quienes pasaron por el lugar, cerca de Matienzo y Garibaldi, pudieron ver la bici tirada en medio de la calle.

Un poco antes, ya había temblado todo. Fue el 24 de agosto, cuando el arquitecto Sandro Procopio, quien también iba a una obra en construcción de la que estaba a cargo, fue interceptado por unos tipos. Todavía no se sabe cómo, pero el robo de su celular terminó en muerte. Un disparo le llevó la vida.

Antes que eso, el 13 de agosto Gerardo Escobar, un chico que trabajaba en la Municipalidad desapareció a la salida de un boliche. Cámaras de video lo registraron mientras le pegaban fuerte. Una semana después lo encontraron muerto en el río.

Una vez más el sacudón, ese impactó que nos conmueve hasta el espanto, que nos permite despegarnos de nuestras propias y chiquitas vidas para volvernos colectivos. Y así, sorprendentemente, si le pasa a uno nos pasa a todos. Desafortunadamente, algunos en nombre de esa esperada solidaridad ejercen una nueva violencia, jugando a ser justicieros cuando lo único que pretenden es movilizar su propios demonios. Y van tres “linchamientos” a ladrones en una semana. Que si no llega la policía, había un nuevo David Moreira.

La inseguridad marca la agenda política y mediática como un sismo la tierra. Y las conversaciones en casa, en la escuela y en el ascensor. Se vuelve esencia en la campaña política, en el sermón, es el dolor de cabeza de los funcionarios y de los vecinos cada vez que entran y salen de casa. También cuando están dentro de casa. Y se mira al cielo a ver si pasa algo.

Como las mujeres que viven solas de barrio Industrial que optaron por escribir en sus puertas frases que apelen a la fe de los ladrones, porque quizás haya un dios protector que los persuada de hacer lo que fueron a hacer y por fin puedan ellas dormir tranquilas. O el cielo de aquellos vecinos de barrio Echesortu que se organizaron para sentirse más seguros y a través de un moderno sistema de alarma cuentan con drones que, al ser activados, pueden sobrevolar la zona en situación de riesgo y captar la presencia de posibles ladrones en los techos de las casas.

¿Es que arriba puede haber alguna solución para lo de abajo?

Porque quizás, para que esto se frene o se detenga, no sólo haya que contar con políticos eficientes, policías honrados y condiciones materiales más igualitarias. Quizás no tengamos que esperar a que la tierra sea el paraíso. Puede que baste con ser todos un poco más humanos. O mejor, más angelicales, ahí donde cada uno pueda desplegar las alas.