Sergio Pujol es historiador e investigador del Conicet en temas de historia cultural y autor del libro Rock y dictadura, en el que reseña la convivencia entre esos dos espacios, en principio irreconciliables, entre 1976 y 1983.

El registro, si bien parte de los tres pilares del Proceso de Reorganización Nacional: el extreminio de la guerrilla, el cambio de paradigma económico y el disciplinamiento social y cultural; se asienta en el rock como construcción antitética.

Dicho de otro modo, cómo esa música foránea y rebelde de nacimiento, que constituía un movimiento endogámico y menor en los comienzos, se va transformar en progresivamente en una expresión política de jóvenes y no tanto.

En diálogo con Rosario3.com, el también profesor titular de Historia del siglo XX en la Facultad de Periodismo de la UNLP, explica algunos de los aspectos clave del género durante la dictadura y cómo constituyó a partir de sus letras, de los recitales y de sus valores, una respuesta más que digna al proyecto de orden social.

—¿Cuál fue el papel del rock nacional durante la última dictadura, antes y después de Malvinas?

—Creo que antes de la guerra, el rock fue un espacio contestatario de reunión que no tuvo el nivel de exposición que tiene ahora ni que iba a tener después de Malvinas. Pero aún así, aunque se trataba de un grupo de jóvenes no demasiado grande, ofreció una serie de valores éticos e incluso políticos muy contrastantes con la juventud mansa y dócil que proponía la dictadura. En ese sentido me parece que la palabra «resistencia», que algunos autores la utilizan, es excesiva porque tiene un valor semántico importante y está relacionada más con una situación de confrontación.
Para entenderlo en su verdadera dimensión hay que verlo en su contexto, junto al trabajo que realizaron los organismos de Derechos Humanos, las editoriales de Humor, un poco más tarde Teatro Abierto y la revista Expreso Imaginario. Hubo una trama cultural que, en condiciones extremadamente adversas, logró mantener una llama de rebelión y de oposición al proyecto de disciplinar la sociedad.

—Bueno, pero se puede pensar en un espacio de resistencia no “físico” pero sí lírico.

—Sí. Hay muchas canciones como "No te dejes desanimar" y "Canción de Alicia en el país", de Charly García; "Sonrisas"(sic), de León Gieco; y "Metegol", de Raúl Porcheto, un poco más tarde, que se citan como expresiones de resistencia cultural. También está "Viernes 3 AM" (García) que fue la única canción expresamente prohibida, más allá de las bandas que estaban censuradas como Pescado rabioso y toda su discografía. Y fue porque ese tema hablaba del suicidio, que está condenado por la iglesia católica. En esos años, como sabemos muy bien y se ha reflotado en este último tiempo con la asunción del Papa, la institución apuntaló -o por lo menos no denunció- los atropellos y crímenes de lesa humanidad que acontecían. También está "Sólo le pido a Dios", que fue una canción que (León) Gieco compuso para pedir por la paz cuando estuvimos a punto de ir a la guerra con Chile por el canal de Beagle, en 1978. Quizás, lo más destacado es que con un mensaje mas bien encriptado –no se pueden comparar esas letras con "Desalambrar" de Daniel Biglietti, que era mucho más literal que poética- hay muchas canciones que hablaron de ese momento.

—¿Cuál fue el valor político de los recitales, también antes y después de Malvinas?

—La situación del recital, creo, fue lo más importante del rock de aquellos años. Porque en un país donde existía el estado de sitio, donde el hecho de que se encuentren dos personas en una esquina era sospechoso, donde había que salir a la calle con el DNI o donde se daban apremios ilegales; el hecho de que se pudieran reunir miles de jóvenes con cabellos largos, con ropa informal y eventualmente con algún cigarro de marihuana, coreando este repertorio y cosas muy fuertes contra la dictadura, era inusual. Aunque se participara de una experiencia colectiva acotada, porque vos salías del concierto y estaban los camiones de la policía federal o incluso del Ejército, llevándose gente, en una clara situación de hostigamiento. Pese a todo eso, no dejo de sorprenderme de que se hayan podido realizar esos recitales. Por lo menos para mí y para la gente de mi generación, que no teníamos una militancia, previa fue toda una experiencia política.

—Esa situación se hizo más notoria a partir del agrietamiento de la autoridad del gobierno militar.

—Creo que desde 1981 empezó a cambiar la cosa, hubo un poco más de aire. El gobierno de Viola fue una dictablanda, en relación a las gestiones de (Rafael) Videla y luego con (Fortunato) Galtieri. Con el fracaso de la política económica -la inflación en 1982 llegó al 150 por ciento-, el modelo librecambista y monetarista mostró su agotamiento y había mucha resistencia de la población civil. Movimientos obreros, la Multipartidaria y otros organismos empezaron a cuestionar esa situación, al tiempo que el rock ganó espacios. Se hicieron más recitales, comenzaron a editarse más discos, y también surgen figuras renovadoras como la de Juan Carlos Baglietto. Y ahí aparece Malvinas, y se da una situación paradojal porque Argentina se enfrenta con el país que más aportes le dio al rock. Pese a que nació en los Estados Unidos, los años ’60 fueron londinenses. Y entonces cuál es la orden del Ministerio del Interior: que se pase música en castellano, mayormente rock. Esto es e parte porque los soldados que estaban concentrados para ir a pelear eran chicos que escuchaban rock. Pero también se debe a una demanda de los oyentes de radio.

—¿Qué pasó entonces?

—El género tenía un espacio bastante residual en las transmisiones. Y de pronto apareció en un lugar hegemónico y funcionó como dinamizador de la propia industria porque no había muchos discos editados. Entonces, se lanzan más discos, se buscan nuevas figuras, se editan títulos de bandas españolas como Barón Rojo. Se empieza a conocer un poco más de la escena del rock en Francia, en Italia; es decir, países donde no se hablaba en inglés. Y, desde ese momento, el rock se instaló en los medios. Eso significó una prueba de fuego para una escena más bien endogámica que empezó a acercarse a otros géneros como el folclore. Fue todo un gesto político que, en parte, acercó dos públicos (..) Creo que 1982 fue un año de cambios muy dramáticos para el rock y que no se dio en ninguna otra arte.

Y en ese contexto se produce el Festival de la Solidaridad Latinoamericana..

—Tal cual. Creo que la mayor  contradicción es que se propuso como una proclama de paz y, en realidad, lo que se hizo fue juntar fondos y vituallas para los soldados que ya estaban en las islas. Lo correcto hubiera sido plantear la desmovilización, pero era impensado con tamaña efervescencia chovinista. Fue un recital al que incluso adhirieron algunas organizaciones de Derechos Humanos que hablaban de la importancia de recuperar las islas. Y ahí el rock quedó como entrampado en un nacionalismo con el que nunca había comulgado. Esto no deja de revelar lo confuso de aquel tiempo.

—¿Por qué piensa que se eligió hablar de rock "nacional" y no de rock "argentino", o sólo rock?

—No siempre se llamó rock nacional. En un primer momento fue música beat, después pop, después música progresiva. La idea era fundar algo nuevo que mirara al futuro y que tomara elementos de otros géneros. Y hacia fines de 1979 principios de 1980, quedó instalado eso de rock nacional, que a nosotros nos hizo mucho mucho ruido. En parte, fue alentado por las revistas y por la radio, y  después se extendió en los ochenta. Creo que en parte también está relacionado con una conquista del espacio público. Al rock le impugnaban su desarraigo, su escasa o nula relación con las tradiciones nacionales y populares. Entonces, el género, que hizo un papel más que digno en la dictadura, se tomó revancha definiéndose como nacional. Como si dijera «nosotros somos tan nacionales como el tango y el folclore». De ahí salió este exabrupto, lo digo porque es el único país donde se habla de «rock nacional». En Francia o en Estados Unidos no existe este gentilicio. Quizás por lo que contaban las letras, por la demanda del público, y también por una situación identitaria de los propios músicos que de esta manera legitimaron lo que estaban haciendo.