Seremos unos ochenta cualunques mortales deambulando por el cementerio de Montparnasse, donde la muerte es maquillada por el arte. Es una fría mañana de llovizna y puedo escuchar mis gélidos pasos. El aroma de cientos de árboles me recuerda que estoy vivo. Diviso un gran mapa que indica el domicilio de muchas personalidades: Samuel Beckett, Charles Baudelaire, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, entre tantos otros. Y, claro está, el de Julio Cortázar.

Continúo mi ahora vívida caminata, que desemboca en el lecho matrimonial de Sartre y Beauvoir. Allí están ellos, unidos en lo eterno, tratándose de “usted”, renovando sus infinitas discusiones filosóficas, descorchando un buen vino francés y vistiendo sus almas para dirigirse al Café de la Flor.

Cortázar ha propuesto su rayuela para llegar a destino. Pero escucho una voz estentórea que grita: “¡¡¡Te encontré amigo!!!”. Camino un corto trecho y me sumo a una pareja emocionada. Estamos frente al escritor “argentino” y Carol Dunlop, su última mujer. Y frente a leyendas del tipo “Gracias a vos aprendí a subir una escalera”,  “Instrucciones para recordar”, una escultura, plantas, piedras, caracoles, puchos y boletos que llegaron a la última estación.

Somos tres argentinos en las puertas mismas del “Bar Cortázar”. La sexagenaria pareja vive en Barcelona y tiene un hijo en La Plata. Compartimos unos mates tibios que parecen calientes. Me preguntan sobre la política en nuestro país y hablamos de fútbol, Barcelona, La Plata y Rosario. Y de Cortázar, que permanece inalterable, con sus dedos siempre llameantes y oteando la llovizna a través de la ventana de su bar, quizá seguro de su eternidad. El viento sopla y las hojas, como siempre, bailan una mágica danza en derredor suyo. 

Los bonaerenses se despiden de mí. El hombre besa una de sus manos, la coloca sobre el mármol y parece quebrarse: “Ya cumplí mi promesa, amigo”. La pareja camina de la mano en un sendero serpentoso. Yo permanezco allí algunos minutos más. Nadie viene a cobrarme la suculenta cuenta. Me marcho sin dejar propina alguna. No tengo ninguna frase digna de obsequio. Solo me voy con mi ropa gris. Aunque recuerdo que allí afuera está París, la ciudad que nunca muere.