Recuerdo aquellos días en que las mañanas eran mejores, 

porque me besabas y yo soñaba

(Recuerdos en un Taxi-Litto Nebbia)

 

¿Helado de chocolate o de sambayón? ¿Flan o budín de pan? ¿Dulce o crema? ¿Batata o membrillo? ¿Durazno al natural o ensalada de frutas? ¿Hay dilema más difícil que el de los postres?

No hay preguntas fáciles. Hay, en todo caso, preguntas más trascendentes que otras. Pero en toda respuesta, por más banal que sea, hay una respuesta. Y no existen las respuestas inválidas. O sea, acá se puede preguntar todo y responder cualquier cosa, ¿estamos?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, reconocía que cierta tendencia a perderse en cuestiones vagas y sin peso podía afectar su deseo de no ser uno más. Pero al mismo tiempo, entendía que eso es lo que estaba siendo: él, ninguno más.

Decidir no era fácil para Vladimir. Responder sus propias preguntas. Y las de los demàs. Cualquiera. Los pasajeros del crucero Eugenio B, en viaje desde una Europa de preguerra a un mundo que podía ofrecer más garantías de sobrevida, lo sabían. ¿Este plato va con vino Chianti o Borgoña? Valdimir se ponía a pensar, y explicaba que con borgoña podía ir, pero con Chianti también, porque los taninos, el roble, el olor a chocolate y frambuesa, y toda esa sarasa.

En esos casos, intervenía el jefe de los Mozos, Nito Metre, que asistía a Vladimir, y tenía la respuesta que daba en la nota. Nito Metre, hay que decirlo, era muy afinado.

Con la comida era más fácil: en la carta podían figurar decenas de platos, pero el chef Caruso Lombardo daba instrucciones para que sólo recomendaran uno por noche. Porque, la verdad, es más fácil preparar un mismo plato para cien personas que diez platos para diez personas. Sí, era medio vago el gran Caruso. 

De todos modos a Vladimir le resultaba cómodo el lugar de mozo. Mirá si hubiera sid. comensal. Con lo que le gustaban los postres.

Distinto era Vito Nebbia, uno de sus compañeros de viaje. Vito iba al frente. Decidía y avanzaba. A veces chocaba, pero siempre hacía el intento. El primer decisionista.

Como aquella tarde en el crucero Eugenio B, en la que convocó a lo que llamaba "junta de amigos" (A Vito le gustaban las juntas de amigos, para que todos supieran que si hacía algo no era por nada). Contó que iba a cantar, como cada noche, en el teatro del barco de Don Bosta. Pero que esta vez iba a estrenar un tema nuevo. Una canción dedicada a alguien en especial.

Vito se había enamorado. Empezó la misma noche en que Don Bosta los presentó a él, Vladimir, Juan Mirón y al matemático judío italiano Bepo Trevi al resto del personal. Allí la vio y lo supo. Trabajaba en limpieza. Era morocha, de ojos profundos. 

Vito les pidió a sus amigos que buscaran la manera de llevarla al teatro del crucero aquella noche. Beppo propuso un plan simple: contarle a Don Bosta, para que directamente él la hiciera ir con la excusa de controlar la limpieza del sector de plateas durante el recital.

Al novelista Tomasito Mann, viejo amigo de Vladimir de las aulas universitarias de Berlín que estaba en el Eugenio B de pasajero, le resultó todo muy extraño. De alguna forma, le produjo admiración que Vito pudiera sustraerse del dolor de haber tenido que dejar esa Italia que amaba, tomada ahora por los camisas negra, y hacer una apuesta de felicidad así como si nada. Tomasito, que escribía un ensayo de época, no dejaba de pensar en esa Alemania, en esa Europa, que iba a ser infernal, ni siquiera imaginable.

Vito se puso enérgico. Abrí la cabeza, Mann. Estamos acá, a salvo. Pero para vivir. Lo mejor que podamos. ¿Sabés que siento ahora? Que nada puede salir mal. Porque amo lo posible. Porque elijo hacerlo, y cualquier cosa que elija es buena.

Tomasito aceptó. Y le susurró a Vladimir al oído, como dándole un marco teórico al impulso amatorio de Vito: Marx decía que los objetivos hay que plantearlos en la medida en que tengan factibilidad de ser cumplidos. Que esa es la escalera que lleva a la utopía (*)(*).

Empezó el recital. Estaban todos, nadie quería perderse la escena: Vladimir, Tomasito, Beppo, Juan Mirón, Don Bosta. Ni un asiento quedaba. Ella también estaba. Con un escobillón, por si las moscas, parada en el fondo. 

"Voy a a hacer un tema nuevo, para alguien muy especial", anticipó en un momento Vito Nebbia. Y empezó a cantar: "Yo sé Rosemary, que tú Rosemary, aún no eres mujer. Yo sé Rosemary, que al fin Rosemary, tu amor ha de nacer. Yo sé Rosemary, que al fin Rosemary, a mí te entregarás. Igual que una flor se entrega... Al llegar la primavera, Rosemary, tu amor todo mío será". 

Rosemary, la chica de limpieza, se agarró fuerte del esobillón pero igual le temblaron las piernas. Esperó a Vito. Se fueron juntos, sí: Vito Nebbia y Rosemary Yorio.

Había emoción en el ambiente. Vladimir le dio un abrazo a Tomasito. Y le dijo que le prestara algo de ese tal Marx para leer.

Grande, Vito

(*)El concepto aquí citado de Carlinhos Marx, filósofo revolucionario brasileño y miembro de un grupo llamado Tribalhistas, fue sacado de Ricón del Vago, un sito que a Vladimir le hubiera encantado.

(*)Parece que inspirado en esta frase Vladimir invirtió alguna vez en una disquería a la que bautizó con el nombre Utopía, y le dio de comer un tiempo en una ciudad relativamente cosmpopolita de un lejano país de Sudamérica en la que vivió.