La pintura no existe mi amor, o-o, o-o

La pintura no existe mi amor

La pintura no existe mi

La pintura no existe

(y sigue)

(La autoría del poema está en litigio entre los herederos de Vladimir Ilich Tao Tse Tung y el cantautor parisino Pichi de Benedictis)

 

Camina. Camina a paso firme. Lo que está a su espalda queda atrás. El bar Le Cairó. París queda atrás. ¿Atrás? ¿Atrás de qué?

De lo que esté adelante. De lo que vendrá. No tiene forma aún. No tiene cuerpo ni nombre.

Hay un camino. Parecen muchos, pero en realidad es uno solo: el que sea que vaya a tomar. Apenas pone un pie en él, los otros se borran. Lo que no se habita, no existe.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de seguidores en todo el mundo, se preguntó si no estaba pensando pelotudeces después de su despido de Le Cairó, donde trabajaba de mozo. Y con ese mecanismo no hizo más que detener el viaje de la mente. En nombre de alguna "normalidad", algún "sentido común", alguna moral.

El cuerpo sintió el sacudón, la frenada brusca. Bajaba por calle Saint Fe, y se paró justo delante de un museo (en París hay museos) que no era ese al que le dicen el Louvre del Parc de Le Independence, donde el pintor Pablo Picaseso le comentó: "Algún día van a hablar sobre mí acá". La mañana estaba clara, pero había poca gente aún.

Pensó en los caminos. En caminar. Encaminar.

Respiró Vladimir. Un rato. Podría haber prendido un cigarrillo. Pero no fumaba. Pensó en la quietud. Y la rompió.

Siguió por Saint Fe hacia el río. Enseguida vio la Torre a la Bandera. Alta. Gigante. Nunca, desde que había llegado a París, se animó subir.

Vladimir iba a paso lento. Se acordó de las fotos de Man Flay. Y en un momento creyó estar viendo una: el tipo era más bien bajo, ancho de espaldas. Usaba pantalones con tiradores.

Bien debajo de la torre, equidistante de los cuatro vértices, pintaba. Una tela sobre un caballete, la paleta abrazada con la mano izquierda y el pincel en la derecha. Pintaba con trazo fuerte. Eran líneas gruesas, puntos con cuerpo. Manchones rojos. Un amarillo. Negro, negro oscuro.

La pintura no era una especialidad de Vladimir. Él veía más el movimiento frenético. Con recorridos cortos, pero enérgicos. Contenidos.

De golpe, el tipo de los tiradores estalló. Dejó el pincel sobre una banqueta que tenía al costado del caballete y sacó de su bolsillo una navaja con la que acuchilló furiosamente la tela. La pintura no existe, gritó, y el eco sostuvo el mensaje.

Hubo un instante de quietud y silencio. Después se dio vuelta y miró a Vladimir a los ojos. Estaba conmovido. Cansado. Pero volvió a decirlo, ya sin grito: la pintura no existe.

Vladimir habló. Lo que es hermoso deja de serlo. Hay que bajarse entonces. No hace falta la guerra. Pero está.

El tipo de los tiradores dejó la navaja en la banqueta. Dibujó una media sonrisa con la mitad izquierda del rostro. Y dijo su nombre: Juan Mirón.

Estuvieron un rato allí, mientras Juan Mirón guardaba sus cosas, incluso la tela pintada y acuchillada, pero viva.

Hablaron de lo que se hablaba en esos días: de arte, de aventuras, de si no lo había atendido alguna vez en Le Cairó, de si había estado en la Mesa de Les Galans con Meningway, Fito Gerald, y Fontaine Rose.

Hablaron de Cocó. Que lo parió, dijo Mirón. Qué pequeño es París. Hablaron de la guerra. De la locura.

Salieron por las escalinatas de calle Saint Fe. Vladimir Ilich Tao Tse Tung y Juan Mirón fijaron la vista en el río. Casi al mismo tiempo, los dos cruzaron una mano sobre la frente para taparse del sol.

Empezaron a correr. Juan dejó sus cosas abandonadas. Vladimir no tenía nada. Fueron por la costa, se metieron por la calle de Le CEC (no el Centro Pompidú, que queda en otro continente). Y enfilaron hacia las escalinatas. Vladimir dijo que eran iguales a las del parque Españen de Berlín. Juan Mirón no podía hablar.

Subieron las escaleras y pronto llegaron a una estación de trenes. Pero la habían reconvertido, porque París es una ciudad que ama a sus niños.

Corrieron un poco más y llegaron a París Nord. No preguntaron: entraron corriendo y se subieron a un tren en movimiento. Transpirados, estallados de risa, con las pulsaciones a techo, se sentaron en un vagón para no fumadores.

Bajaron de a poco. Tardaron un rato en encontrar la calma. Estaban en viaje. Sobre rieles. Un camino. El camino.

Vladimir pensó en escribir sobre dos tipos que corren, corren y corren. De este a oeste, de norte a sur. Corren porque sí. Porque les gusta correr y conocer lugares. Y les crecen las barbas.

Otra película.