En los últimos veinticinco años, la flora y fauna de varias localidades aledañas a Rosario se fue modificando drásticamente. Por ejemplo, a mediados de la década del 90, en el límite de Funes y Roldán, aún era posible divisar ciertas especies animales que no han sobrevivido al desarrollo inmobiliario. 

En aquella época, los viernes por la noche, un preadolescente llamado Lucas partía rumbo a Roldán junto a sus padres y hermanos. La familia transportaba ropa y alimentos, y la aventura comenzaba cuando había que introducir a Benji, la mascota familiar, en el auto. Benji era cachorra pero, como toda pekinesa, ya parecía vieja y enclenque. Más aún desde que uno de los hermanos, víctima habitual de sus incisivas mordeduras, la arrojó al vacío desde una altura de diez metros. La pobre Benji sobrevivió a duras penas y, en aquellas excursiones a Roldán, viajaba bajo el asiento del acompañante, siempre regurgitando a troche y moche. 

Así desarrollaba todo el trayecto por Ruta 9, hasta que el auto doblaba hacia la izquierda y se adentraba en la salvaje noche roldanense (aún existían pocas casas y los eucaliptus tenían cierta intimidad con la luna). Entonces la pekinesa parecía renacer, se subía a las rodillas más próximas, movía la cola y sacaba su hedionda cabeza por la ventanilla, disfrutando el aire puro y ladrando incansablemente. A veces, avizoraba alguna liebre y volaba, como una flecha peluda, hacia la noche. Era una estéril persecución, ya que la liebre hallaba fácilmente un escondrijo y Benji regresaba jadeando, siempre cubierta de barro. 

Ya instalados en Roldán, los sábados por la tarde, Lucas junto a sus hermanos y amigos jugaban a la pelota o se dedicaban a cazar ranas. Donde ahora se extiende la autopista a Córdoba, había innumerables zanjones repletos de anfibios. Hacia allí marchaban los niños, caminando o pedaleando en pequeñas bicicletas, trasladando sus improvisadas cañas de pescar. La carnada consistía en un pequeño trapo rojo, que simulaba un trozo de carne. 

En aquellos atardeceres agrestes de Roldán, donde el sol era un cuis naranja que se escondía lentamente bajo la tierra, solo se escuchaba el canto de los pájaros y el tedioso mugido de las vacas. Los seis o siete niños cazadores hacían culto del silencio, sosteniendo sus cañas y aguardando la aparición de la rugosa rana. Si algún incauto emitía un sonido era aporreado o, por lo menos, agraviado. El unánime silencio solo debía ser interrumpido por el sonoro movimiento de la rana, que se acercaba, vilmente engañada, al trapito rojo. Luego lo mordía y sentía el rápido tirón que la alejaba de su mundo. Como la caza era sin anzuelo, algunas ranas podían escapar y los niños debían atraparlas, antes de que se zambullan nuevamente en el agua. Un eximio maestro en estos procederes era Julián.

Cuando algún anfibio se liberaba de la carnada y saltaba hacia su libertad, Julián no dudaba en propinarle una excelsa volea con su empeine derecho, ante la genuina admiración de todos los purretes. 

La caza de ranas era tanto diurna como nocturna. Concluida la cena, cuando sus padres iniciaban una extensa y bien regada sobremesa, los niños se reunían nuevamente a la luz de las linternas. La oscuridad era abrumadora, excepto en las esquinas, donde decenas de sapos croaban bajo el poste de luz de la cuadra.

Darío, acaso el malandra de la pibada, solía introducir petardos encendidos en la boca de los batracios. Pero el principal objetivo seguían siendo las ranas, fáciles de cazar en las tinieblas de la noche. Solo era cuestión de enceguecerlas con la luz de las linternas y quedaban paralizadas, como si estuvieran viendo la luz de la muerte al final del túnel. Entonces el niño en cuestión la atrapaba con la mano y la arrojaba a un balde con agua. Cuando no se avizoraban más ranas, el grupo de niños emprendía el regreso, cantándole a la luna y arrojándole piedras a las estrellas. Algunas ranas ensayaban saltos mortales desde los baldes y recuperaban la libertad, pero a nadie le importaba. 

Cierta noche, los purretes se encontraron en la esquina de siempre. Pero Tomás, uno de ellos, no venía solo. Lo acompañaba su padre, que lucía una peculiar vestimenta. Llevaba botas de caza, bombacha de campo, camisa gris y un ridículo gorro safari. Además, portaba un enigmático estuche negro. Cuando todos llegaron a la vera de una zanja y Tomás encandiló una rana para atraparla, el padre le pidió que se detenga. Entonces desenfundó su escopeta, se echó cuerpo a tierra como si fuera a cazar un rinoceronte, apuntó y disparó. El estampido acalló a los grillos y quebró para siempre la paz de la noche roldanense. La rana voló uno o dos metros y cayó inerte, más fría que nunca. Los niños se quedaron apesadumbrados y en silencio. Nuevos disparos acribillaron la alegría de aquel grupo. Fue la última noche de caza. Aquel ritual bajo la luna culminó. 

Solo una escurridiza rana escapó a los proyectiles y aún sobrevive, nostálgicamente, entre las esquirlas de aquella infancia.