Desaparece el mundo y yo con vos

Vincenzo Di Moranti

 

¿Qué hacemos cuando no aparecen las preguntas? ¿Nos preguntamos por qué ocurre eso? ¿O simplemente seguimos adelante, sin preguntarnos nada?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung no sabía. Es cierto: el maestro taoísta leninista que inspiró a generaciones no sabía. Y los que se inspiraron en él no sabíán que no sabía. Pero el sí. ¿Engañó a todos, incluso a sí mismo?

No. O sí. Vaya a saber. Es tan complejo el interior de los seres humanos que mejor es no buscar certezas. La verdad está dentro de uno. Pero la mentira también.

Lo que está claro es que las preguntas aparecen, siempre más temprano que tarde. Con Vladimir Ilich Tao Tse Tung más tarde que temprano, en realidad. Y la pregunta tardía a veces tiene un efecto demoledor, porque indaga en el pasado, y ahí están los recuerdos pero también las heridas. Pobre el que se queda ahí, y no deja que se formen las cicatrices. Pero pobre también el que las niega y sigue como si no supiera que así es como vuelven a sangrar.

Para Vladimir Ilich Tao Tse Tung fue un golpe cuando volvió al crucero Eugenio B, anclado en el puerto de Río de Janeiro, y Rosa Luxen Virgo ya no estaba allí. Se había ido. Ni siquiera había dejado una nota, como al menos hizo Cocó cuando dejó el hogar que compartían en el barrio de los Pescadores (Fisher Town) de Nueva York.

Rosa partió. Se fue. Ella ya no quería escapar de la guerra ni de nada. Quería pelear. Dar batalla. Ir a frente. Ya no la encontraba sentido a estar en ese barco, que había dejado de ser cooperativa y que iba a quedar en manos de una familiar brasileña de Don Bosta, el fallecido creador del Eugenio B, que se había presentado a la Justicia y consiguió un fallo que la reconocía como legítima dueña de la nave.

Rosa primero pensó en resistir. Pero el resto de los integrantes de la cooperativa o se fue, o volvió gustoso de que una nueva empleadora pagara el sueldo, aunque fuera escaso. 

Rosa Luxen Virgo nunca imaginó que Vladimir pudiera regresar. O no le importó si volvía o no. Ella no confiaba en él, estuvo claro siempre. Y sin eso no hay revolución posible. Ni siquiera una pequeña. Rosa soñó revoluciones que con los años se convirtieron, al menos algunas de ellas, en realidad. O lo están haciendo.

Vladimir entró en un sentimiento clásico en él: añorar, como canta Sabina, lo que nunca jamás sucedió. Y se sumergió en la nostalgia, por un rato.

Después se dejó tocar un poco por la euforia de Vincenzo Di Moranti, que fue al Eugenio B con Vladimir, Vito Nebbia, Rosemary Yorio y Nito Metre, con la expectativa de que se convirtiera en la vía para salir de Rio de Janeiro, esa ciudad que odiaba a pesar de que lo había recibido cuando la suya, Roma, esa que tanto extrañaba, se convirtió en un infierno fascista.

Vincenzo sólo quería salir de allí. No le importaba ni Rosa Luxen Virgo, ni la muerte de la cooperativa, ni las revoluciones. Anhelaba ir a un lugar donde entendieran su música y él entendiera a los demás. Donde pudiera escuchar y ser escuchado. No lo encontró en Río. ¿Podría realmente encontrarlo en otro sitio? Al menos cuando entró al crucero sintió que era una pequeña Italia flotante. 

Quedaba conocer a la nueva dueña del Eugenio B. Don Bosta era un tipo especial. Que aprendió que no todo era hacer dinero, que se volvió humano y generoso. Una rara avis entre los de su clase. Demiasiado rara. ¿Cómo sería su heredera brasileña?

A Vladimir, Vincenzo Di Moranti, Vito Nebbia, Rosemary Yorio y Nito Metre los hicieron pasar a uno de los comedores. En el camino se cruzaron con algunos viejos compañeros del barco. Se veían bien, contentos. Beppo Trevi, el matemático, pasó mirando unas cartas de navegación y seguramente haciendo cálculos sobre la nueva trayectoria del crucero. Tuvieron que llamarlo para que reparara en ellos. Los miró, cerró el puño de la mano derecha y levantó el pulgar. Vincenzo Di Moranti odió el gesto, pero para el resto fue señal de tranquilidad.

Estuvieron unos quince minutos sentados en una mesa, en silencio. Cada uno manejó su ansiedad sin esperar nada del otro. De a poco una música anunció una presencia. Que atrajo todas las miradas e invadió las sensaciones. Vladimir lo notó sobre todo en el rostro de Vincenzo Di Moranti. Ya no había rasgos de enojo. ¿Qué es lo que puede cambiar así a un hombre, de un momento para otro?

Bom dia (dijo bom dia, no buongirorno, pero a Vincenzo no le importó). Soy la nueva dueña del Eugenio B., me dijeron que ustedes quieren trabajar en el barco y que son músicos. Van a tocar conmigo, que soy cantante. Me llamo Gal. 

Una mujer llega cantando. Es hermosa: ella, la voz, la canción. El mundo puede ser pequeño. Y estar contenido en cuatro paredes. O entre el acero y los ojos de buey de un barco. ¿Afuera? Otro mundo. Otros mundos. Quizás sólo dure un instante, pero ese instante es, existe. Y es tan vital que se convierte en un estallido de consecuencias impredecibles. Que invade todos los mundos. 

Se llama Gal. Gal Bosta. Avanti, Vincenzo.