En lo que generalmente llaman arquitectura, no todo es arquitectura. 

La arquitectura es un acto de amor. No hay otra. En realidad, cada oficio tomado con real pasión por el que la ejecuta está dentro del abrazo del amor. 

Cuando una persona entra en esa frecuencia encuentra una intimidad solo comprensible por aquellos que ya la experimentan. Es una relación tan íntima que te saca lo que ni te imaginabas que traías dentro, te sorprende y la sorprendés a cada momento; las crisis son profundas, las salvaciones son magníficas, las curaciones largas, dolorosas y aleccionadoras. Los límites aparentes son anécdotas de otros mundos. En este mundo eso es un noviazgo barzonesco, aventurero, donde el presente contínuo es la meta y cada capítulo es un nuevo universo por descubrir y experimentar.

La perpetua seducción entre la intuición y el revelado gráfico del latido cerebral sobre el pape. es el gustito que te hace quedar alimentando ese idilio. Es cada despertar sonriente. Va en piloto automático porque cada uno de los 2 son líderes a seguir del otro al mismo tiempo. No hay jefe. Hay líderes. Cuando uno tiene un líder a quien seguir, espera ansioso el momento del reencuentro, que es lo que no pasa con los jefes. 

Un noviazgo ideal donde las 2 partes pertenecen a uno mismo, donde el producto es fruto de esa dulce fricción de la piel con la conciencia, donde la novia y la amante son la misma.   

Ese noviazgo que se produce entre el oficio y el actor, como si de una música y su ejecutante se tratase, conlleva tanto amor a la vista que – como dije antes- produce compinchería con los que ya lo experimentan, como admiración o envidia con los que no saben bien de que se trata. Dentro de estos últimos, aparece un grupo humano escatológico que pergeña como aprovecharse de estos diamantes para alimentar sus miserables y olvidables fines personales. Pero siempre pasa. 

En el desarrollo de ese noviazgo, estas desavenencias son tratadas como puntos de referencia. Pasan a ser tratadas como algo posible que hay que sortear y no permanecer, simplemente porque está todo apoyado en el amor a lo que se hace, y en ese amor todo va y viene con total fluidez porque se da y se recibe con naturalidad; en ese hacer va implícito el perdón, así que no hay problemas. 

Así como se da, se deja entrar para poder crecer. Así como se recibe un golpe se asimila; solo se debe salir del dolor enseguida porque hay que dejar lugar para que entren buenas nuevas. Esto recupera inmediatamente el estado de asombro ideal para poder seguir creando. Quizás sea el asombro constante una de las manifestaciones más auténticas del que vive en ese noviazgo; se asombra quien puede mantener el ego a un lado de su hacer sin pensar en él; otra vez: lo que hacen los líderes. Están ocupados en el hacer y no en la propaganda.

La propaganda viene sola. En este espacio se descubre, se conoce gente que te alimenta, la sonrisa interna es muchísimo más larga y cuando comienzan a decaer las comisuras se rehacen con la llegada de una nueva. Se comparte más. Al final de eso se trata, ¿no? 

A nosotros nos unió el Japonés Shiira. 

Si, otra vez el Japonés, que poco antes de morir nos ordenó por separado que debíamos encontrarnos.

Con Rafael no nos tolerábamos de vista, pero en 5 minutos borramos todo cuando nos conocimos, y vimos que ambos estuvimos mal aconsejados sobre el otro. Empezamos contándonos que veíamos uno del otro con la acidez más ácida que nos caracteriza. Pero duró 5 minutos porque en el medio apareció lo más ácido que tenemos que era la búsqueda de algo que no sabíamos que era. 

Y así entramos en terreno neutral donde ambos salimos de la escena. Nos hicimos tan compinches que nunca hablamos de arquitectura, bah…de la arquitectura que generalmente se habla. Y en realidad era de arquitectura todo el tiempo, hasta lamentarnos un día de haber perdido tanto tiempo en decirnos el primer hola.

La última vez que nos encontramos fue en la Bienal de Córdoba del año pasado, gracias a Gustavo Farías, el Ser que le bombeaba el corazón. Fue en el pasillo ancho de las muestras; yo venía caminando por donde estaban esos paneles poco dibujados y sumamente escritos que nadie lee, y a él lo traía Gustavo en el sentido contrario. Nos acercábamos, pero justo antes de saludarme –desde su silla de ruedas– tomó la mano a una mujer que pasaba. La mujer asombrada lo miró bien y le dijo: “Oh, ¿usted es Rafael Iglesias?”. Y él, señalándome, le respondió: “Sí, sí, un gusto señora, pero la detuve para contarle que éste dibuja como los dioses…”

Nos quedamos ahí hablando como siempre de algo que parecía habíamos dejado inconcluso, y volvimos a dejarlo sin terminar porque sabíamos que vendría otro encuentro imprevisto. Hablábamos de los dibujos pero no de planos ni de croquis sino del sonido que el grafito hace al marcar el papel. De proyectar con la cabeza y no con el lápiz, de prefigurar con la piel…de vivir mirando lo que está tapado para darle protagonismo, de reformular cosas. 

Y entre esas cosas que quedan tapadas, me dijo: “ tal vez los que te hacen mal son tan brutos que capaz que te están haciendo un favor y ni siquiera se dan cuenta. A mí también me usan, pero hay que dejar lugar a lo que viene, que es la mejor parte”.

Con lo que hacía, Rafael armó un noviazgo tan fuerte y real que en ese estado nada lo alteraba, donde todo lo que pasaba perdía la categoría de bueno o malo. Todo entraba y salía. Pero no todo lo que entraba salía del mismo modo, cada cosa salía transformada, a veces con un magullón, otras con un mordiscón, y en algunas cargando alguna mierda remanente que no había encontrado el medio apropiado por el cual salir en su momento. 

Y con su acidez tan sincera eligió el domingo, el día de los novios, para decirle que la danza había terminado. Como en el vals de los novios, dejó el lugar para que otro la haga bailar porque en realidad la música sigue.

Renovar es renacer y, casi sin pausa –nunca más justa– el lunes llegó la primavera a renovar el stock en las aldeas de este lado. 

Cuentan que su lluvia inaugural fue bienvenida por los que saben ver las cosas que no están tan a la vista porque necesitábamos agua para lavar y llevar las hojas otoñales que el viento del invierno no empujó, y crear las condiciones necesarias para darle lugar a una nueva interpretación de otro ciclo con lo que ya fue sembrado en nombre del amor.