.   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .    Todo concluye al fin

 .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   (Vox Dei)

¿Hay una lucha entre el deseo y el miedo? Quiero pero no puedo. Puedo pero no debo. Acaso en el resultado de esa pulseada esté la respuesta a todo. O no, porque nunca hay una sola respuesta. Ni un solo resultado.

Es difícil sostener afirmaciones tajantes. Nunca nada es exactamente como lo vemos. O en realidad sí, lo que vemos es lo que es. La realidad está definida por nuestra mirada. Y ni siquiera la de una persona determinada es siempre la misma: aunque mire las mismas cosas, y desde el mismo lugar. ¿Será entonces que todo es un misterio? ¿Será entonces que no vale la pena tratar de descifrar tantos enigmas?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de seguidores en todo el mundo, tenía un enigma madre: el origen. No del tipo del libro "De dónde venimos". Eso siempre lo tuvo claro. Del origen de las cosas, de las acciones. Los principios. Vladimir amaba los principios, y odiaba los finales. Por eso no iba al cine. Salvo una vez: le dijeron de antemano que Sylvester Stallone y Osvaldo Ardiles doblegaban a los nazis y se emocionó hasta las lágrimas en "Escape a la victoria". Pero eso fue mucho después.

Lo cierto es que empezó cientos de obras a lo largo de su vida. Pero no las terminaba. Eso explica por qué no publicó ningún libro. Es cierto, sería lindo llegar a la Biblioteca Argentina y rastrearlo en los viejos y queridos ficheros. Pero sus enseñanzas se transmitieron vía oral. En los bares.

El bar Rosario de Berlín –cercano a Lunen, en la cortada Poeta Fabricien Simeonen– supo ser una de sus aulas favoritas. O el ciclo Ciclotimien, ahí nomás, en la esquina, donde leía sus textos inconclusos ante una audiencia que siempre se quedaba con ganas de más.

Vladimir no lo terminaba de disfrutar. Siempre cuando se iba del escenario, empujado por los poetas que esperaban para leer después que él (obvio, no aceptaba ser el del final), se quedaba con una sensación de vacío.

No le duraba demasiado: pronto la llenaba con un buen Lomiten de la casa (un sandwich en pan de torpedo con carne, lechuga, tomate, huevo frito, pimiento-morrón, jamón y queso), que como era para dos compartía con Bertolino Brech, un poeta sanador que se la pasaba diciendo que al final se lo iban a llevar a él. Y eso, a Vladimir, le daba una bronca bárbara. Pero bueno, Tomasito Mann era vegetariano y el también escritor Germán Villa Hesse era adicto a la salchicha con chucrú, un plato que el dueño del bar –un hombre tranquilo y a la vez aventurero– había llevado a Alemania desde América del Sur. "Por lo menos probá esto, Mann", le decía Germán Villa Hesse a Tomasito, que rehusaba incluso el convite de repollo (en esa época no existía ni el menú vegano ni la pizza de harina integral y rúcula).

Como sea, allí estaban aquella noche de julio. Con el calor húmedo de Berlín, que obligaba a tomar un porrón tras otro, y a la vez soltaba las almas, que estaban en plena ebullición. Cuatro hombres sensibles, que disrutaban de la comida –menos Tomasito Mann–, de la bebida y de la charla, por momentos efusiva –desde el escenario pedían silencio los pobres poetas que habian esperado que terminara Vladimir– y profunda.

Eran jóvenes, talentosos, sentían que tenían el mundo por delante. Pero justo, en esa idea, a Vladimir lo asaltaba el terror al final. Es que eran las 3 de la mañana y el bar estaba por cerrar. Y bueno, a él no le gustaba nada que se terminara.

Esa noche, a Brech lo hartó la situación, por ridícula y repetida. Y eso lo hizo reaccionar. Bertolino se paró y gritó, tanto que todo el bar enmudeció, incluso un poeta que desde el escenario leía unos versos sobre el río marrón que bordea Berlín y el día que habia ido a comer pescado a la isla la Invernaden. "Che, Mann. No lo traigas más a este que el día que se lo lleven a él va a ser demasiado tarde", reprochó el también dramaturgo.

Vladimir experimentó el poder sanador de la palabra de Brech al instante: se dio cuenta que no importaba a quién se llevaran primero. Pero que no hay nada peor que demasiado tarde, una frase que (¿casualmente?) años después usó un escritor nacido en Alemania pero nacionalizado estadounidese, famoso por su desenfado (¿Charles Bukowski fue otro secreto discípulo del maestro?).

Al sentirlo, el entonces aspirante a filósofo se paró, abrazó a Bertolino Brech, y el bar escuchó conmovido: "En el final está el origen, en el origen el final. Sólo puede morir lo que nace".

Es cierto. El mundo, y en particular Berlín, se estaba volviendo un lugar difícil en aquellos días. Pero esa noche, al acostarse, Vladimir sintió que había llegado el tiempo de soñar sin miedos.