Cuando el mundo se pone oscuro
se pone lento, todo mal
por el mundo yo no me dejo desanimar
Fito Páez

No, no es cierto que partir sea morir un poco. No, si lo que queda atrás es justamente el horror y la muerte. Lo que no implica que no haya dolor en toda partida. Pero el dolor es parte de la vida y no de la muerte. Lo que duele está defintivamente vivo.

Claro, en todo cambio aparece el miedo. Que es el mayor enemigo de la libertad. Y la libertad, a su vez, es el motor vital más potente que puede poner a andar al hombre. Pero, ¿por qué temer a lo que no se conoce? ¿No es más lógico tenerle miedo a lo que ya sabemos que es horroroso y, en todo caso, escapar de ello? Lo desconocido, al fin de cuentas, siempre es también una oportunidad.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta-leninista que inspira esta columna y a miles de seguidores en todo el mundo, trataba de rescatar pensamientos positivos en ese tren que lo llevó desde una Berlín acosada por las patotas salvajes del aspirante a genocida con bigote a una París floreciente, donde todo era arte y bohemia.

Antes había gastado algunas lágrimas, después de la despedida con su ya casi hermano, el novelista Tomasito Mann, y sus otros amigos, el escritor Germán Villa Hesse y el poeta sanador Bertolino Brech.

En el anden la nostalgia había ganado al cuarteto cuando Brech empezó a cantar a capella un tema de Lalen de los Santos: "Berlín es el parque Independiencien", entonó el poeta. Pero la emoción se hizo más fuerte cuando Vladimir respondió con una canción del compositor comunista Pablen Milanesen que dejaba abierta la posibilidad del reencuentro en esa ciudad que los había unido: "Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Berlín ensangrentada".

Berlín era una ciudad donde los cantautores brotaban de abajo de las baldosas. Vladimir sabía que ir a los recitales de los integrantes de la trova berlinesa era algo que iba a extrañar. Pero a la vez, también era cierto que el éxodo de los músicos era general y que el éxito del tema "Era en abril", la canción más alegre de Jorge Vanderbolen, les había abierto la puerta de toda Europa. Quizás muchos de ellos recalarían también en París, famosa por sus bares y galerías de arte que Tao Tse Tung siempre quiso conocer.

Con tantas sensaciones, con tantas cosas en la cabeza, el viaje se le hizo rápido a Vladimir. Que además quedó impactado por una joven con la que compartió asiento. Tao Tse Tung sintió desde unos cuantos segundos antes de verla el perfume que anunciaba su llegada. Cuando la tuvo frente a sí, directamente quedó embriagado por ese aroma que entró por la nariz y fue sin escalas al cerebro. Después, cuando se les desnublaron los ojos, la vio hermosa, con una elegancia simple que la distinguía. La mujer le extendió su mano derecha para que Vladimir se la besara y dijo su nombre: "Cocó".

Fue esquiva Cocó cuando Vladimir le preguntó a qué había ido a Berlín. En realidad, casi no se prestó al diálogo. Pero para Tao Tse Tung fue suficiente su perfume para amar París incluso antes de que el tren pisara suelo francés. Y cuando se bajó en la estación del barrio Le Pichinch, se despidió de su compañera de asiento con la promesa de volver a verse, algo que lo hizo sentir esperanzado aunque no supiera ni dónde ni cuándo.

Vladimir empezó a caminar en busca de un lugar donde alojarse. Su idea era al día siguiente salir a buscar trabajo, pues el dinero que tenía no le iba a servir para mucho. Pero por un momento sintió lo maravilloso que podía ser no tener un destino claro. "Es tiempo de dejar que la vida te sorprenda. Vivir la mágica sensación de no tener un lugar adonde ir" , pensó, en ese barrio plagado de pensiones y cabarets.

En eso estaba cuando justo alguien le tocó la espalda. Llevaba una cámara de fotos y le pidió permiso para hacerle un retrato. Era un muchacho de rostro serio, los ojos negros profundos, intensidad en la mirada. "Acá dicen que si estás en París y no te saco una foto yo, no sos nadie", le susurró al oído. Vladimir le respondió rápido: "Podrás obtener una imagen de algo que aparento ser apenas por un instante, pero no sabrás lo que hay en mi alma. Y es ahí donde está mi verdadero yo". "Tomo el desafió", replicó el muchacho.

A Vladimir le cayó bien enseguida, y le preguntó el nombre: "Man Flay". "Jajaja, Man Flay", dijo el recién llegado, que enseguida pensó en Tomasito. "Qué nombre, Man", agregó. Y le gustó la idea de que fuera su primer amigo en la ciudad que se aprestaba a descubrir.

Tao Tse Tung tuvo una especie de cosquilleo alegre en todo su cuerpo. El, que amaba los principios, sintió que ya estaba escribiendo un nuevo comienzo. Y que arrancaba más que bien.