“La infancia es la patria de todos”.

Antoine de Saint-Exupery

¿Hasta dónde la felicidad depende de uno mismo? Todas las teorías, todas las disciplinas, todas las prácticas que llevan a que la conciencia sea creadora de su propia realidad entran en crisis cuando el hombre se vuelve bestia. Pero hay una buena noticia: lo que está en crisis tiene la posibilidad de perfeccionarse.

De lo único que no podemos escapar es de nosotros. Eso es una suerte. Siempre da la chance de que nuestra decisión cambie el destino. Pero a veces cuesta encontrar la llave, la puerta, y transitar el camino sin pagar un precio, más bajo o más alto. Como sea, hay momentos en los que lo externo se vuelve tan determinante que lleva incluso a un verdadero contrasentido: las decisiones obligadas. ¿Una decisión es realmente tal cuando no está tomada en absoluta libertad?

En estas disquisiciones andaba Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de seguidores en todo el mundo, en esa Berlín de entre guerras donde atravesó gran parte de su juventud y que ya no era la ciudad que podía caminar con tranquilidad, calle por calle, bar por bar, junto a su gran amigo, el novelista Tomasito Mann.

"Esto es cosa seria, Mann", le dijo un lunes tibio de marzo, mientras en la espera de un sandwich de milanesa frita en aceite Patiten del bar La Buena Mediden –Vladimir se comía la mitad y el resto lo hacía envolver para llevárselo a la residencia estudiantil porque Tomasito era vegetarino– miraban los tìtulos del diario El Capital, decano de la prensa alemana. Las páginas reflejaban el avance político de un aspirante a genocida con bigote (una especie que luego se extendería a distintas partes del mundo, entre ellos un lejano país latinomericano).

No había forma de no estar en riesgo para Vladimir, con sus rasgos orientales y su filosofía de bar que renegaba de todo poder. Ni para sus amigos, intelectuales y artistas libertarios, comunistas, judíos, homosexuales, acosados por las patotas fascistas que se movían a sus anchas en las peatonal Cordoben de Berlín.

"Nos tenemos que rajar, Mann", dijo Vladimir. Tomasito notó que Tao Tse Tung ya no masticaba con la tranquilidad habitual, y que su mandíbula no se detenía ni por la presencia del abundante componente nervioso de la milanesa de la Buena Mediden.

Luego resolvieron no ir a la fiesta por el Día de la Primavera que se hacía en la zona norte de Berlín, en el balneario La Floriden, un buen lugar para disfrutar del río marrón que bordea la ciudad, pero que podía ser campo de batalla por la presencia de las patotas. Y salieron a buscar al escritor Germán Villa Hesse y al poeta sanador Bertolino Brech, porque dos cabezas piensan mejor que una y cuatro mejor que tres. "Ya cinco o seis es más discutible: se convierte en una asamblea", puso límites Vladimir.

Villa Hesse estaba en su departamento de la República de la Sexten, escribiendo, cuándo no. En este caso era una novela sobre el miedo que le daba a un pibe que era feliz el universo de los adultos. A Vladimir le gustó mucho cuando la leyó tiempo después. Y Hesse ganó los más grandes premios por su obra, pero eso sucedió cuando parecía que el mundo volvía a ser mundo.

Bertolino Brech estaba en el parque Españen, frente al río, ensayando un texto. "La bota que nos pisa es siempre una bota. Pero sigue la rueda girando. Y lo que hoy está arriba no seguirá siempre arriba. Hay que seguir empujando la rueda", susurraba, acaso para sanarse a sí mismo. Y Vladimir sintió que no sólo era momento de empujar la rueda sino también de girar con ella.

Bertolino dijo que necesitaba ensayar un par de poemas más y Tao Tse Tung, Tomasito Mann y Villa Hesse lo esperaron. Se hizo de noche. Fueron al Diabliten, un verdadero reducto ni siquiera visible para las patotas que atormentaban el centro de Berlín. Pidieron vino y queso.

Tomasito dijo que sí, que había que irse, que tenía gente amiga en Suiza. Villa Hesse que intentaría quedarse; ver si podía resistir en Alemania, aunque lejos de Berlín. Bertolino se quebró en lágrimas y explicó que nada le dolía más que dejar su patria, pero que ya había elegido destino: Dinamarca.

Vladimir le pidió al poeta sanador que se parara. El también lo hizo, y lo envolvió con su brazo derecho. Villa Hesse fue con ellos enseguida. Pero Tomasito no, se quedó sentado. "Hacete amigo, Mann", le dijo Tao Tseo Tung, y entonces sí, se unió al abrazo. Allí, fundido con los otros cuerpos, el maestro lanzó: "¿Qué es la patria? No es un país. No es un lugar. La patria, mis amigos, es esta conversación, este abrazo, este momento, esta unión. La patria es el amor, en cada una y en todas sus formas. Y está donde sea que lo encontremos. ¡Viva la patria, carajo!".

Ese abrazo de cuatro se hizo eterno.