"Pensamientos con forma de hojas 
que viajan dormidas a hablarle al espacio"
Sig Ragga

 

¿Cuál es la forma de los pensamientos? ¿Cuál es su fuerza, su presencia, su color? Una idea es una idea. El inicio de todo, el final de nada. Como un gas, una burbuja de aire, que se expande.

Pensamiento, quietud, silencio. Preguntas. Siempre las preguntas. Un viaje, casi siempre, de ida. Caminar, correr, saltar. Sentarse, comer, dormir, beber, amar. Jugar. Perder, ganar. Querer. Querer. Querer.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, no supo el tiempo que pasó. Para él era un día más. Se levantó cerca de las 6 y repitió sus rituales para demorar apenas el fin del descanso: miró la humedad por la ventana, estiró el cuello hacia izquierda y derecha, se sonó los dedos de las manos.

Se vistió, fue al baño, leyó alguna nota vieja en una revista, se lavó las manos –Vladimir siempre se lavaba las manos–, los dientes, la cara. Y partió en el 135, desde el barrio Le Pichinch al centro de aquella París de entre guerras en la que reinaba la calma que anticipa la tormenta.

Cuando abrió la puerta del bar Le Cairó, donde Vladimir trabajaba de mozo, se hizo un silencio. Man Flay, que todavía no se había ido a dormir y buscaba con un café con leche y un par de croisants dar cierre a una borrachera moderada, disparó su cámara: él quería que se guardara por siempre lo que veían sus ojos. 

Vadimir lo miró y fue hasta la Mesa de Les Galans a saludar. Notó que Ernesto Meningway lo miraba con inusual blandura. El humorista Rob Fontaine Rose lo cruzó sin vueltas: “¿Dónde mierda estabas?” (la palabra “mierda” la dijo con la “r” bien marcada, pues odiaba que pronunciaran “mielda”).

No había estado en ningún lugar. O sí, en muchos. Para él fue una noche. Con muchos sueños. Como casi todas, desde que Roxi Giro le había adivinado el primer sueño y comenzó a enfocarse en recordarlos. Una noche más.

Pero fueron 30. El que las contó fue Man Flay. Una por una, con palitos en una libretita que siempre llevaba consigo para anotar los nombres y teléfonos de las personas que retrataba. “¿Qué hiciste todo este tiempo?”, preguntó el fotógrafo de las almas de París.

Vladimir no esquivó el bulto. Que escuchó un poema de Bertolino Brech en el parque Españen de Berlín. Que viajó en tren con Rosa Luxen Virgo, con quien se enroscó en un análisis sobre cómo la devaluación del marco iba a afectar su felicidad y la del pueblo alemán. Y que después aparecieron en el tren Cocó y su perfume, del brazo de un militar. 

Pero no terminaba ahí. El tren tenía que parar en la puerta del bar Le Cairó. Pero en realidad había sido secuestrado por las fuerzas parapoliciales del genocida con bigote que era amo y señor de Berlín, que estrellaban la locomotora contra el edificio de enfrente, el Palace Fontaines, que se desplomaba, lo cual hacía un ruido bárbaro no sólo por el derrumbe de esa mole de cemento sino también por las campanas del reloj de la cúpula. (Hay quienes plantean que el relato de esta escena onírica pudo haber inspirado hechos violentos con aviones y torres gemelas que décadas después conmovieron a mundo, pero los seguidores del maestro responden que eso es una especulación alocada e insultante hacia un hombre que no era Ghandi pero le hubiera gustado serlo). Sí, soñaba intenso en esa época Vadimir. 

Para el dueño de Le Cairó, 30 noches era mucho. Además, ya había contratado a otro mozo. Así que le dijo que estaba despedido. Vladimir insistió en que había sido sólo una. 

Es que para él se detuvo el tiempo. Pero todo había cambiado. Vladimir entendió que había que ponerle fin a la discusión. Todo puede cambiar, en una noche o en 30, dijo.

Vladimir salió del bar. Enfiló por calle Saint Fe para el lado del río. Man Flay se asomó a la puerta y le pegó un grito. El se dio vuelta y saludó con la mano derecha. Siguió su marcha.

Algo quedaba atrás. ¿París quedaba atrás? Fueron 30 noches. Dormido, entre sueños, idas y vueltas en la burbuja, que se expande, sin límites. En tiempos que ya se sentían de guerra, tuvo 30 noches de tregua. 

Vladimir se había construido un refugio. Que en un momento tuvo que dejar. Pero ganó una certeza que le dio tranquilidad: ya sabía cómo hacerlo. Ese era un buen pensamiento.