Tengo que conseguir mucha madera
(Ramses II-Vito Nebbia)


¿Que pedirías si pudieras pedir?¿Una caminata? ¿Una melodía? ¿Un barco azul?

¿Qué hay que hacer para poder pedir? ¿Rezar? ¿Amar? ¿Comer? ¿A quién le pedimos cuando pedimos? ¿A un ser superior? ¿A nosotros mismos? ¿A nuestro propio ser superior?

Vladimir Ilich Tao Tse Tung (*) estaba sentado frente una máquina Olivetti Lettera que rescató de la administración de. Club Di Pesca Guglielmo Tell. Y tecleaba sobre una hoja ya usada.

Escribió: “Un paracaídas. Un viaje suave. Un plato de ravioli, con pesto”. Creyó que podía ser un poema.

Pero lo dejó ahí. Beppo, el matemático judío italiano con el que planeaba escapar de aquella Roma salvaje y despiadada tomada por las patotas del dictador sin pelo y sin bigote, le pidió que fuera a ver si sacaba algunas boguitas para tirar al fuego, que no tenían nada para comer.

¿Y Juan? Desde su viraje hacia la antipintura después de apuñalar su propia obra en la Torre a la Bandera de París, Juan Mirón se había volcado a los dulces. Y tenia una obsesión: una gelatería que estaba a dos cuadras saliendo por la puerta que daba a Via Spagna.

Cada uno sabe por qué arriesgarse. Juan Mirón, con su raya al costado siempre perfecta, su elegancia traginada, esa corrección que sólo se interrumpía con esporádicos estallidos, sintió que no iba a llamar demasiado la atención de los tipos de camisa negra

Mientras tanto, caña en mano, plantado frente al Tévere, el río marrón que bordea Roma, Vladimir volvió a pedir. Y lo hizo en voz alta. A los gritos, más fuertes y más sostenidos con cada palabra: Transcurrir. Hasta el final. Canciones. Una detrás de otra. Y silencios. También silencios. El sonido del río, del mar; los propios sonidos. Sabores. Calor. Agua reposada. Renacer. Renacer. Renaceeeeeeer. 

La última palabra la acompañó con un temblor que empezó en los puños cerrados y viajó por los brazos, hizo vibrar el cuello, rebotó contra a tapa de la cabeza, y sacudió con frenesí la caña de pescar. Quién sabe hasta dónde llegó el eco.

Peces, pedí peces Vladimir, lo cortó Beppo. 

Vladimir le hizo caso. Y salió la primera boga, y la segunda, y la tercera. Vladimir lo tomó con naturalidad. Beppo se puso feliz y apuró el fuego. "Es un buen momentaaaa", gritó el matemático. Vladimir lo miró raro y Beppo le explicó que imitaba a un conocido relator de fútbol. Vladimir lo volvió a mirar raro.

Beppo abrió las bogas con precisión de cirujano. Destripó, limpió, saló, y a la parrilla. 

Clap, clap, clap. Tres aplausos invadieron el silencio. Bien seguidos. Vladimir y Beppo se miraron. ¿Será que nunca la calma dura? No, tranquilo, Beppo. Pedí un deseo, le dijo Vladimir.

Vladimir subió la escalera del club Guglielmo Tell casi hasta la mitad. ¿Quién anda ahí?, preguntó. 

Sí, había vecinos. No eran Juan Mirón, Beppo Trevi y Vladimir Ilich Tao Tse Tung los únicos que estaban en peligro en Roma y encontraron refugio de este lado del paredón que se interponía entre la ciudad y el Tévere, el río al que le daba la espalda.

Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres. Pasaron, bajaron la escalera hasta el quincho de madera y paja. 
Uno, que tenía una guitarra, era claramente el líder. Bien romano. Algo pelado, pero con pelo largo. Cara ancha, bigote espeso, lentes oscuros, dientes blancos. Remarcaba las "s".

Habló Bigote. Somos músicos. Y a esta gente no les gusta nuestra música. Ni nosotros. Y la verdad, a nosotros no nos gustan ellos. 

Dijo que tenían una idea. Que había muchos clubes de pesca abandonados. Mucha madera. Que se podía salir de Roma, esa ciudad que les dolía, porque la amaban.

Beppo sirvió la primera boga. Y la segunda. Y la tercera. Pedí, vos pedí, le dijo Vladimir a Bigote.

Llegó Juan Mirón. Todavía quedaba pescado caliente. Pero dijo que no tenía hambre. Que fue a la gelatería que quedaba cerca, probó y le gustó. Y que fue a otra gelatería, pidió probar otro sabor y le gustó. Y que se metió un poco más, hasta una avenida, llena de pizzerías, y de gelaterías. Ancha. Que cruzó de una vereda a la otra. Que sí, que había camisas negras. Y flores lilas y amarillas. 

Bigote explicó: es la Vía Venetto, todo helado y pizza. Es que Roma es la capitale nazionale del gelato artesanale. Y cada uno se arriesga por lo que le parece que vale la pena hacerlo, lo interrumpió Juan MIrón.

Bigote no pudo estar más de acuerdo. 

¿Y vos quien sos?, preguntó Juan Mirón. 

Bigote tenía nombre: Me llamo Vito, Vito Nebbia (*). Y quiero súper sambayón, ¿trajiste?

La madrugada se hizo larga. Hablaron de escapes, de camisas negras, de esa Europa de entreguerras que se convertía en un infierno. Hablaron de ríos, de países, de América. De balsas. Y empezaron con la guitarra.

Voy a hacer un tema nuevo, avisó Vito Nebbia. Y cantó: "No quiero vivir sin tí, mi tierra; me interesa hasta tu desencuentro".

Grande, Vito. 

(*)Vladimir Ilich Tao Tse Tung es el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo.
(*) Vito Nebbia es un músico que hizo carrera. Es considerado el padre del rock nacional italiano