Creemos que lo que suponemos es cierto y montamos una realidad sobre ello. Y no siempre es positiva o está guiada por la confianza y el amor, sino mas frecuentemente por el miedo y nuestra propia inseguridad".
Miguel Ruiz (Los cuatro acuerdos)



¿De dónde sale el apuro? ¿Qué es lo que hace que necesitemos que la cosa vaya más rápido de lo que va? ¿Llegar antes? ¿Adónde? ¿Por qué nos ponemos en estado de zozobra?

El miedo. Sí, otra vez el miedo. Hay que atravesarlo. Es aquella pulseada: el deseo vs. el miedo. Y no es cualquier pulseada. Hay que entrenarse, ganar, perder. Jugar. Pero sobre todo, decidir de qué lado queremos estar. La pulseada no tiene tiempo, no tiene espacio. O sí: tiene todo el tiempo, y todos los espacios. O sea.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, quería vivir sin miedos. Era su utopía. Y creía lógico que fuera la de todos. ¿Pero lo es?

"Si lo fuera no habría odio, dictadores, guerras, destrucción", opinó Ernesto Meningway, una noche de agosto en la que Vladimir y sus amigos de la mesa de Les Galans del bar Le Cairó de París se juntaron a hacer “la previa” en la casa del humorista Rob Fontaine Rose, en el barrio Le Florid, en la zona norte de París.

(Esto no es moralina, pero qué linda debe haber sido aquella época en París, cuando la previa era un espacio más de sana conversación, despliegue de ingenio, humor y hasta arte, y no como ahora que pibes que no leyeron un libro se reúnen a desnucarse antes de ir al boliche)

Meningway tenía razón, pensó Vladimir. No sólo eso. ¿Cómo no temer, por ejemplo, a aquella corriente de destrucción que recorría Europa sí él mismo había dejado Berlín guiado a un mejor lugar por ese miedo? "El miedo en general te hunde, pero a veces te puede salvar", acotó el escritor Fito Gerald. "Lo que salva es tener ganas de vivir", corrigió Meningway.

Ganas de vivir había de sobra en esa reunión regada con vino blanco helado, que al joven Vladimir le gustaba –de más grande se refinó un poco– mezclar con Seven Up. Y aquella noche la salvación la vieron por el lado de pensar un rato en otra cosa. O no pensar.

Partieron rumbo a una fiesta de la que les había hablado la noche anterior en el bar El Poeta Más Triste del Mundo, acaso uno de los artistas más deprimentes de aquella París de entre guerras. "Yo no voy, quiero escribir para procesar algunas cosas terribles que me pasaron esta semana", se disculpó. Quién podía estar no lo sabían, pues no había Facebook y no existía un lugar donde poner: "Asistiré".

Cuando entraron al salón del club L'Echesort los invadió el aroma a tabaco negro –no había aún ordenanzas que prohibieran fumar ni siquiera en un baño y el cigarrillo de moda era el Paricien (Pari100, se escribía en la etiqueta)–. A todos menos a Vladimir. El sintió otro olor. Y no necesitó verla para saber que Cocó estaba allí.

Cerró los ojos y se dejó guiar. Se metió despacio entre la gente que bailaba el tema Le Pachang, del grupo Vilm Palm e Vampirés. Tardó un poco. Pero llegó.

Ella lo saludó como si el tren en el que se cruzaron y los trajo de Berlín a París hubiese llegado ayer. Más: como si se conocieran de toda la vida. Vladimir le clavó la mirada en los ojos. Y la abrazó. En silencio. Se sintieron el pulso, la respiración. Estuvieron allí, contenidos por un rato. Casi inmóviles.

Era conmovedor. Tanto que el fotógrafo Man Flay decidió que había que inmortalizar el moment. y sacó una cámara pocket que siempre llevaba en el bolsillo junto con un flash cubo que disparó en la cara de Vladimir y Cocó.

Fin del trance. ¿Fin del trance? Vladimir tenía una revolución en su interior. ¿Y Cocó?. Cocó reía, olía, miraba, bailaba, brillaba. 

Estuvieron juntos un rato. Después apareció una amiga de Cocó. Y se fueron: ella, su olor, su estela. Y su amiga, claro. Vladimir siguió bailando. Con los ojos cerrados. La sintió volver. Cocó fue directo a decirle algo al oído: "Me voy, salgo en una hora en tren para Berlín". Se abrazaron. Otra vez. Y otra vez hubo magia. 

¿A Berlín? ¿Por qué ir hacia eso de lo que él huyó y de lo que miles escapaban por el salvajismo del genocida con bigote? ¿Qué la llevaba al centro de un volcán en erupción? ¿No tenía miedo ella? ¿Se sentía completamente a salvo allí? ¿Lo estaba? ¿Por qué?

"Para, loco. Si te ponés a suponer vas a matar cualquier cosa antes de que ocurra. Disfrutá lo que acabás de vivir", le dijo Man Flay, que ni registró que con el flash cubo había interrumpido, justamente, el disfrute de ese abrazo cargado de sensaciones.

Pero Vladimir lo entendió. Las suposiciones envenenan, sobre todo porque en ellas suelen gobernar el miedo y la inseguridad.

¿Cómo hacer para dejar de suponer? Man Flay entró en estado de desesperación: "Cortala con las preguntas, loco".