Los brasileros salen de la selva, 
los mexicanos vienen de los indios, 
pero nosotros, los argentinos, 
llegamos de los barcos
Vito Nebbia

Decidir. Tomar una determinación definitiva sobre un asunto. Izquierda o derecha. Rojo o negro. No sirve repartir las fichas; es de timoratos. Jugarse. Apostar.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, divisó la silueta aún difusa de la ciudad a lo lejos. Estaba con el novelista Tomasito Mann y con Cocó, claro. Como todo el tiempo libre que le dio su trabajo de mozo en los últimos diez días. 

A medida que la imagen ganaba nitidez, más gente subía a la cubierta del crucero Eugenio B. Pero Vladimir se sintió solo. Era la hora de decidir y quería abstraerse de todo. Incluso del amor por cualquier persona que no fuera él.

¿Quedarse o seguir viaje? ¿Quedarse o seguir viaje? Quería una respuesta genuina. Real. Propia. Bien propia. Pero fue un ejercicio imposible.

Era la teoría de Tomasito: soy, también, fruto de lo que me rodea. Si el amor me invade, ya es parte de mí, pensó Vladimir. Tomasito le daba un sentido más político a su postura de que el cuerpo social define el cuerpo individual. Pero ya sabemos: Vladimir no podía convencerse de nada si no lo atravesaba a él por el centro. Y se propuso tomar una decisión bien propia que abrazara a los que los rodeaba.

¿Quedarse o seguir viaje? Estaba bien el crucero Eugenio B. Trabajo divertido, buena paga, amigos. Oro en polvo en ese mundo que parecía estar lejos, donde el horror avanzaba como una mancha y no dejaba casi resquicio a la belleza. Don Bosta, el dueño del barco, fue generoso con la tripulación: nos quedamos un par de días acá, y después vamos para Sudamérica. Tengo la idea de hacer un circuito de playas allí. Vamos a tener muchos pasajeros y el que quiera seguir, tiene su trabajo.

Pero Cocó, Tomasito, la posibilidad de volver a tierra firme, de doblar para otro lado y encontrarse con lo que allí espere.

Vito Nebbia decidió seguir en el Eugenio B con su nueva novia, Rosemary Yorio. Lo mismo Juan Mirón y el matemático judío italiano Beppo Trevi. 

Vito dijo que su idea era en algún momento ir a una ciudad de un lejano país de Sudamérica donde había río, músicas, muchas noches de estrellas y una avenida igual a la Vía Venetto. Y universidad, sumó más terrenal Beppo. Y helados artesanales, agregó, con la idea siempre fija, Juan Mirón. Una nueva Roma para ellos.

Cocó y Tomasito preferían un lugar que no los volviera a ningún pasado.

El barco se acercaba a la costa. La ciudad empezaba a verse en su real dimensión. Vladimir nunca había imaginado algo así. La vista le dio un sentido claro a eso del nuevo y el viejo mundo. Algo estaba adelante, algo a sus espaldas. Algo recorrido, algo por recorrer.

Y sí. Impacta ese frente de edificios sobre la costa. Es una foto plana. Casi no da perspectiva de lo que hay atrás. Uno puede pensar que hay kilómetros y kilómetros de torres iguales que ocupan el espacio. O que no hay nada. Que es sólo eso. Una pared de edificios y atrás nada. Tierra. Campo. Ríos. Lagunas. Y más tierra. Y nada más.

Pero no. Por qué siempre los extremos. Vladimir buscó aplacar su mente. Silenciarla un momento. Sólo ver lo que sus ojos veían. Sin pasarlo por el pensamiento. Se emocionó. Clavó la mirada en esas dos torres idénticas, pegada uno a la otro, altísimas, modernas. Sintió como un temblor. Como si hubiera sabido de algo terrible que allí iba a pasar (*).

Sí, los monobolocks de Martin Town. The Palomar, les decían. Eran imponentes. Eran. Como Nueva York.

(*) Se supone que todos saben lo que pasó con los aviones secuestrados por terroristas y los monoblocks de Martín Town el 11 de septiembre de 2001, ¿no? Bueno, eso.