Primero fue esperar a que se decrete oficialmente la cuarentena. Fue por esos días previos al 20 de marzo que empezamos a esperar. Después, aguardaríamos que se levanten las restricciones, algunos para trabajar, otros para salir a caminar o ir al parque. También tuvimos que esperar hasta que el tapabocas fuese obligatorio y así saber que no quedaba otra que acostumbrarse a andar con la cara cubierta, gesticulando con ojos y brazos. Mucho antes ya habíamos comprendido que había que lavarse las manos y colocarse alcohol en gel cada tanto y que para eso también teníamos que ser pacientes.

La pandemia de coronavirus nos obliga a detenernos, a veces son sólo unos minutos pero también es un largo tiempo sin final a la vista. Así vamos aprendiendo a vivir una “nueva normalidad” con cambios a cada rato, con las distintas circunstancias que se presentan y que renuevan un estado recientemente incorporado y aprehendido.

A esperar en la verdulería, en el sanatorio y en el hospital, incluso debimos aprender a aguardar a que abra el negocio que hace apenas meses atrás estaba con la persiana alta las 24 horas. También hubo que aprender a hacer largas colas y que la ansiedad no se nos adelante. Tuvimos que aceptar los rituales para irse y para entrar y entonces hubo que tomarse unos minutos antes de arrojarse a los brazos de quienes quedaban en casa. También ahí esperamos en los umbrales y después seguimos un rato más con las manos bajo el chorro de agua caliente y el jabón mete hacer burbujas.

Otros desesperaron cuando el aislamiento obligatorio quitó a la gente de las calles, justo ahí donde lograban hacerse unos mangos. No les quedó alternativa que esperar la ayuda estatal y ahí estuvieron en Internet, aguardando ver sus nombres entre los beneficiarios, como en una lotería de vida o muerte, mientras que a pocos metros muchos más debieron ensayar por primera vez una espera desconocida hasta entonces, ocupando un lugar en una larguísima fila hasta un plato de comida.

También perdieron la esperanza los comerciantes aquejados por los gastos fijos y las puertas cerradas y tuvieron que esperar el cambio de fase para reabrir. Del otro lado, la pandemia nos obligó a soñar con un café deliciosamente tirado y esperamos por ese momento glorioso de sentarse en una mesa que no sea la propia.

Esperar. Contar los días y los minutos a que llegue el resultado del hisopado, a que pasen los 14 días, a que no aparezcan síntomas, a que no empeore. Estar expectante a que venga el colectivo de una vez por todas, a que se reactive más y conseguir un trabajo, a que me tomen los datos en el bar, a que pase la señora con el perro y así no acercarnos tanto, a que las rutas vuelvan a tener tráfico y poder de una vez por todas abrazar al hijo que estudia en la capital.

Expectantes. Aprendices de una nueva época nacida a la fuerza que nos revela una forma del tiempo, grano a grano, desde un lado al otro.