Cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da,

nada es más simple, no hay otra norma

nada se pierde,todo se transforma.

(Jorge Drexler)

 

“¿Vos sos de los que piensan que lo que va, vuelve?”, me preguntó la señora. “Soy de los que creen en que nos tenemos que dar una mano entre nosotros”, le respondí. No era un sueño. Tampoco me estaba imaginando a mí misma en una escena de alguna de esas películas con moraleja que solían pasar a la hora de la siesta. El breve diálogo sucedió en realidad, el caluroso mediodía del 3 de febrero de 2016, durante un viaje en en colectivo de la línea 35/9.

La mujer había subido al ómnibus y cuando marcó la tarjeta, la máquina le avisó que no tenía crédito. Un garrón. No la escuché pedir auxilio porque ya me había dormido en mi asiento acunada por el vaivén del motor. Se me acercó y de un grito me volvió a la tierra. “Que si me prestás la tarjeta”, la escuché por fin. Se la di e intentó entregarme el dinero del pasaje. Y ahí fue que le conté....

Una cadena de favores (había una película con ese nombre, sí).

Un día antes en el mismo horario, la rutina me había puesto en una situación parecida a la de esta señora sin crédito en la tarjeta. También yo subí confiada y cuando apoyé el cartoncito, me enteré que había consumido los dos pasajes plus. Busqué ayuda entre el pasaje pero nadie parecía haberme advertido. Sorpresivamente, fue el chofer quien sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa de mangas cortas. “Pasá esta tarjeta”, me dijo y le obedecí totalmente aliviada. Intenté agradecerle con 10 pesos que se negó a tomar. “No los quiero. Yo tengo esta tarjeta para ayudar a la gente que le pasa esto”, me explicó con una sonrisa. Me ubiqué contra la ventanilla al sol, no cabía en mi asombro. Y eso que, por entonces, no sabía que tan solo un día después iba a tener la oportunidad de devolver el favor. No al chofer sino a esa mujer, que me aseguró que haría lo mismo si se le presentaba la ocasión.

Entonces, ¿lo que va vuelve?

Ese martes tuve otra situación parecida. No me había pasado nunca –por eso estoy escribiendo este texto–. Caminaba por Pichincha cuando descubrí una billetera en el palier de un quiosquito. La levanté y comprobé que estaba el documento de identidad y una tarjeta de colectivo (sí, otra vez una tarjeta). También había un papel con la dirección del dueño. Vivía a pocas cuadras de ahí.

Hace unos tres mese. me pasó algo parecido a Franco, así se llama el pibe que perdió la billetera que yo encontré y devolví. Me dejé la mía olvidada en un portal y después de una hora de buscarla por la zona y maldecirme por ser tan colgada, un hombre tocó el timbre de casa. Tenía mi monedero con todos mis documentos.

Cuando le entregué en las manos la billetera de Franco, su mamá me dijo: “¿Cómo puedo agradecerte?”. Lo mismo le pregunté a este hombre que me regresó la billetera el año pasado. “Nada, estoy devolviendo un favor, porque yo también perdí mi billetera y alguien me la trajo a casa, como estoy haciendo yo ahora con tu hijo”, le contesté.

Lo que vuelve va ¿y así?. 

La vida urbana nos reserva miles de situaciones hostiles. Y no me refiero sólo a los homicidios, a los robos, peleas y ataques que encabezan cada mañana los títulos de diarios y noticieros. Esto de “la jungla de cemento” se palpita en las esquinas más cercanas. Quien se toma un cafecito en Brown y Moreno lo sabe bien. Cada dos minutos, una puteada de automovilistas de una y otra calle, una escena que se multiplica en distintos cruces, con más o menos virulencia. También se encarna en la distancia que establecemos con los problemas de los otros, en la frialdad con el que pasamos al lado de quien pide monedas o hace malabares para llegar a fin de mes mientras el semáforo esté en rojo.

Sin embargo, entre el cemento pueden crecer flores. O frutos. Para oler y degustar como un perfume o un postre inesperado. La ciudad le da lugar a ciertos rincones cálidos, reparos y sombras. Sólo hay que saber encontrarlos.