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Una madre treintañera con su hija de 7 salen a hacer unas compras al centro de Rosario. Es viernes a la tarde y el calor aprieta. Desde el interior de un local en Presidente Roca y San Luis ven a través del ventanal una pelea entre dos personas. Ellas y los otros clientes del comercio de ropa se paralizan ante la violencia del cruce. Un policía interviene y separa a los enemigos. Parece salir en defensa del cuidacoches del lugar, uno de los púgiles. El otro se escapa.

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Algo afectadas, la mujer y su nena salen del negocio. A los pocos minutos, por calle Rioja, las sorprende por la espalda un joven que venía corriendo y es atrapado por otros. Se trata de un aparente delincuente detenido por peatones. Nerviosas, asustadas, alcanzan a cruzar la calle. Desde la otra vereda, la madre empieza a entender lo que está pasando frente a ellas y grita: “No le peguen”. Los justicieros son cada vez más. Uno vestido de azul castiga al presunto ladrón y mete miedo. “No le peguen que ya viene la cana”, insiste la mujer hasta que siente su mano apretada con fuerza por otra más chiquita, la de su hija. Hay terror en la cara de la nena. 

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El colectivo llega a la parada y las dos testigos de la furia urbana regresan a su casa. La chica de 7 hace preguntas, repasa lo ocurrido, busca algunas explicaciones. Una hora después la niña vuelve a salir, ahora con su padre y en el auto. Se topan con un intento de robo a tres chicas, en San Juan y España. Los ladrones dispararon tres veces pero no hubo heridos, les cuenta una vecina que vio lo ocurrido.

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Ninguno de los tres casos saldrá en los diarios en una ciudad donde se cuentan muertos a diario, se asesinan a taxistas y colectiveros y las bandas se cruzan a balazos en los barrios. Pero allí están, existen y afectan a eso que se suele llamar “tejido social”. Esa misma noche, la pequeña testigo de esos tres hechos se cambió de cama. Fue de la suya a la de su madre y le tomó la mano. Tenía pesadillas. El miedo se le metió en el cuerpo y no fue noticia.