La mar estaba serena,

serena estaba la mar



La noche. El ritmo. Las olas. Todo el tiempo del mundo condensado en un instante. Los lugares adonde lleva la música. ¿Cómo hace el martillo del piano para acertar en ese lugar del cuerpo que aloja la emoción?

Un equilibrio frágil. Como todo equilibrio. Así se vivía en el crucero Eugenio B, que navegaba por el mar Mediterráneo una noche de junio, en busca del puerto de Marsella, mientras del otro lado de Francia acechaban las tropas del dictador con bigote, sin que nadie pudiera imaginar aún lo que eso iba a significar.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, no podía dejar de sentir una especie de encierro. Es cierto, no había margen para el aburrimiento en el crucero. Que el trabajo de mozo bajo las órdenes de Nito Metre, que las charlas con Tomasito Mann, que la música de Vito Nebbia, que alguna que otra bola en la ruleta, que un traguito antes de irse a dormir.

Pero Vladimir entendía que a veces está bueno aburrirse un poco. Hacer una pausa. Dejar que el tiempo pase. Que se vacíe el espacio. Sacarle las palabras, la risa, el llanto, el ruido. Hasta la música. Que se llene de aire. De oxígeno. Y empezar de a poco: a respirar, a dibujar la historia. La historieta.

Vladimir creía que eso era la vida: una historieta. Cada vida una tira de historieta, que se va cruzando con otras tiras de historieta, hasta poblar de viñetas, que van de un lado a otro en múltipes direcciones, la hoja que estaba virgen.

Lo único que pido es un cuadro en blanco; no es tanto, Mann, se lamentó ante Tomasito, que insistía en que cómo podía sentirse encerrado ante la inmensidad del mar y las estrellas. Estaban en la cubierta del crucero y la noche invitaba a dejarse abducir por ella.

¿No es suficiente?, preguntó Tomasito. Vladimir lo pensó. Cerró los ojos, movió suave la cabeza de arriba a abajo, respiró profundo. Se sintió agradecido. A la noche, a su amigo, al silencio.

Estuvo un rato así. Se calmaron los pensamientos, acunados dentro su cabeza por el leve vaivén de las olas. Sintió que estaba en una cabinita (*) que lo apartaba de todo. Es placentera la serenidad.

Faltaba poco para Marsella, última escala europea del Eugenio B, el barco de Don Bosta en el que Vladimir era mozo y Tomasito Mann pasajero. 

Esperaba un océano. Algo inmenso. Inconmensurable. Muchos cuadros en blanco por llenar.

El efecto cabinita se disipó. El silencio ya no era tal. Las olas, el viento, los motores. Y una música que empezó a llegar de a poco. Vito Nebbia, su nueva novia Roseamry Yorio y el bueno de Nito Metre también estaban en cubierta. Vito tocaba la guitarra, Nito la flauta, Roseamery cantaba.

Sonaba lindo.

(*) Algunos fanáticos que adjudican a Vladimir influencia sobre (casi) todo y (casi) todos dicen que este concepto de "cabinita" inspiró el cono del silencio del Superagente 86 Maxwell Smart. Esta columna prefiere tomarlo sólo como una hipótesis.