Un recuerdo. Brillantina y pelitos verdes de plástico en el piso. Esos típicos de los arbolitos de Navidad. Resaltan porque las baldosas son claras.

Son las siete y media aproximadamente de la mañana del viernes 24 de enero de 2014 y esa imagen se me vino a la cabeza cuando empecé a escribir la historia de otro homicidio. Los asesinatos, como el clima, se habían convertido casi en rutina para los que actualizamos las noticias de Rosario3.com en la primera mañana.

Desde el móvil de la radio, el cronista de turno contaba sobre la víctima, un comerciante, en sus 50; y la escena del crimen, el maxiquiosko de la esquina de Juan Manuel de Rosas y Mendoza.

De Juan Manuel de Rosas y Mendoza. El maxiquiosko de mi tío, un comerciante en sus 50. Y entonces, el recuerdo. Yo con unos diez años (o menos) sentada en el piso del salón del negocio, de baldosas claras. Había brillantina y pelitos verdes por todos lados porque estaban armando la vidriera para Navidad.

Jorge Massin era el hermano de mi papá, el menor de cuatro hermanos que a los 17 años se fue de Villa Ocampo, en el norte santafesino, para estudiar Ingeniería y quedó a mitad de camino. El Servicio Militar Obligatorio lo arrastró hasta Misiones donde después lo agarró la guerra de Malvinas y se quedó para encargarse de las comunicaciones entre el cuartel de Mercedes y su regimiento en la isla. Lo necesitaban ahí porque era de los pocos que había terminado el secundario. El trabajo consistía, básicamente, en reportar las bajas, las muertes de los chicos con quienes había compartido hasta entonces el entrenamiento. Después de la colimba intentó retomar los estudios, no pudo y comenzó a laburar; de esto, de aquello, hasta que en 1997 abrió el negocio que manejó hasta el día de su muerte.

La nota ese viernes no la terminé, la completó un compañero. Me fui antes de la Redacción para darle un abrazo a mi viejo. Los homicidios, como el clima, siguieron siendo casi rutina para los que abrimos a la mañana (y para los que cierran a la noche). Ese año, sin embargo fue particularmente violento, en todo el departamento Rosario se contaron 264 homicidios dolosos, cifra pico para el período 2006-2015. De esos 264, sólo ese enero se contabilizaron 32 crímenes; en promedio, más de un asesinato por día.

Pero hacía tiempo que la cosa se había puesto brava.

Maxiviolencia

“Evidentemente, en clave de números cuantitativos hay un aumento exponencial de la violencia en Rosario en los últimos diez años –señaló el defensor público Francisco Broglia, consultado por Rosario3.com– Si vos mirás las estadísticas de 2006, la tasa (de homicidios dolosos) de Rosario era más baja que la media nacional. Rosario iba de 6 o 7 (homicidios dolosos) cada cien mil habitantes y la nacional, 9 cada cien mil. Y ahora ronda los 21 homicidios cada cien mil habitantes”.

Según estadísticas actualizadas del Ministerio de Seguridad de la Nación, Santa Fe tiene la tasa de asesinatos más alta del país.

Esto no significa, sin embargo, que cada homicidio doloso haya sido precedido por un robo, como en el caso de mi tío. Ni tampoco que la inseguridad sea una sensación, como una vez se quiso hacer creer. En una ciudad donde hasta la casa del gobernador fue blanco de un ataque a balazos, donde un ex jefe de policía está en prisión por connivencia con el narcotráfico y donde con demasiada frecuencia se cuentan historias sobre hombres y mujeres que se lastiman o mueren por poco menos que un celular y algunos billetes, la inseguridad lejos está de ser un impresión.

Sin embargo, según explicó Broglia, la mayoría de los homicidios dolosos no son en ocasión de robo, sino que tienen que ver con una cuestión mucho más profunda y difícil de resolver: la exclusión, la sobrecriminalización y el fácil acceso a armas y municiones.

Desprotegidos, sobrecriminalizados y armados

A partir del trabajo realizado desde la cátedra de Criminología y control social de la Universidad Nacional de Rosario, Broglia explicó que la mayoría de los homicidios dolosos en la ciudad se concentran en barrios pobres. Sus víctimas y victimarios son chicos jóvenes, entre 16 y 26 años, que buscan “pertenecer”.

“Jóvenes que matan y mueren para construirse una identidad”, completó y advirtió: “Hay que poner en discusión esto que se repite mucho desde los medios y la política sin demasiada explicación, que el problema de los homicidios se debe al narcotráfico”.

Lejos de “la Medellín argentina”, lo que sucede en Rosario –se explayó Broglia– “no tiene que ver únicamente con una disputa por el territorio de la comercialización de droga”, tampoco con el más privado –y analíticamente confuso– “ajuste de cuentas”.

En un contexto de exclusión, con pocas chances de conseguir un trabajo digno y bien remunerado, muchos pibes en los barrios usan la violencia para hacerse un nombre y “pertenecer”. El laburo “fácil” en los bunkers aportaba su cuota de prestigio además de dinero rápido. La relación con la policía –entre la persecución, la coima y los negocios– completa la biografía de estos pibes.

“Entre el 70 y el 80 por ciento de los homicidios dolosos se cometen con armas de fuego y si no en el 100 por ciento de los casos, en la mayoría esas armas provienen de la policía que las hace circular”, alertó. Armas reglamentarias que “se pierden” o “son robadas” y que terminan en mano de los “rochos” o “preven” (por haber tenido prisión preventiva) como ellos mismos se llaman para destacarse.

“En Rosario se habla sobre intervenir en el mercado ilegal de drogas, el enfoque debería ser intervenir en el mercado de armas. Tenemos que intervenir en las economías delictivas que producen violencia. Tenemos que pensar en que la gente no se mate”, planteó.

La ¿solución? verde

Ante tal situación, en abril de 2014 –y después de reiterados pedidos de la Provincia y el municipio al gobierno nacional– unos dos mil agentes federales, entre gendarmes, policías y prefectos, desembarcaron en la ciudad en un operativo de largo aliento. La idea era quedarse unos meses hasta que la policía provincial lograse la reestructuración anunciada. Se fueron a principios de enero de 2015. Para entonces ya estaba en marcha la nueva policía comunitaria, con aspiraciones de mediación y diálogo; pero, de acuerdo a una investigación de la cátedra de Criminología de la UNR antes citada, las cosas poco cambiaron.

Por algún tiempo, la presencia de Gendarmería permitió que algunos jóvenes volvieran a los lugares que antes frecuentaban sin temor a las “broncas” (enemigos del barrio con poder de fuego); e hizo surgir, al mismo tiempo, una nueva modalidad de comercio ilegal de estupefacientes: el delivery.

Además, la permanencia de los federales subrayó la imagen desprestigiada de la policía provincial. “Los policías son sin derecho y los gendarmes son con derecho –contó un joven de uno de los barrios analizados– Los policías no tienen derecho a hacerte nada porque también andan en la joda y los gendarmes tienen derecho a hacerte cualquier cosa”.

Así, al principio, los jóvenes miraban con más respeto a los uniformados de verde que a la policía provincial. Luego empezaron a aparecer los primeros relatos de abuso de poder por parte de los gendarmes y entonces los vecinos ya no sabían “si quedarse con éstos o con los transeros”, por la policía santafesina.

La “paz” no duró mucho y de nuevo los tiros comenzaron a escucharse. Por aquí, por allá. Dos mil dieciséis arrancó con dos homicidios y 24 heridos. El preludio de otro año violento que ya lleva 111 asesinatos en estos siete meses. Cada uno una nota. Una víctima más que se escribe y se lee casi de rutina. Como si fueran números.

Es que escribir noticias nos lleva a veces, sin darnos cuenta, a despojarnos de emociones. Hablamos de muertos, los contamos, casi con frialdad. Pero detrás de cada caso hay una historia truncada, familias que desmembran, dolores que alumbran y se quedan. Lo supe para siempre aquel viernes en el que el dónde era un maxioquiosco, el qué otro asesinato y el quién alguien demasiado cercano.