Vacacionando por la costa argentina, observé a la juventud muy de cerca. No me lo contaron, lo presencié.

El sol asomaba en el mar con su repetida y eterna belleza. Pocos espectadores cómplices de tal majestuosidad. ¿Dónde estaba la mayoría de las personas veraneantes como yo?

Acostándose a dormir sus convulsionados sueños tortuosos por los excesos. De alcohol, de drogas, de sexo sin conciencia, de violencia.

No eran todos.

Simplemente la mayoría.

La zona era la cita para la juventud, yo estaba allí por error.

Otros adultos más informados, orientaron sus rumbos hacia zonas más “tranquilas”, donde la miseria humana no es tan evidente.

Esta eterna costumbre de reflexionar no me abandonó en enero. Pensé en los padres de esos jóvenes.

Los que tienen hijas mujeres, ¿saben que la suya podría estar entre las que regresan al hotel, hostería, lo que sea, borracha, vomitando la arena, con guturales gritos, que por momentos parecen agónicos, después de una larga  noche donde reinó el caos destructor?

Los padres de varones, ¿saben si es  su hijo el que sale armado, comprando o vendiendo droga, entrando al boliche después de “la previa”, con una borrachera feroz?

Porque esos cachorros, pretenciosos aprendices de adultos, tienen padres.

Entre los que leen esta nota, está el hijo de alguien.

No siempre es el del otro el que “se pierde”, no siempre es el nuestro el que mide consecuencias y puede poner límites.

Porque el clima moderno que se ha creado está enfermo y es contagioso.

Porque los jóvenes son chicos y aunque vitoreen su “madurez”, y el viejo “pasado de moda no entienda nada”, los adultos sabemos que no pueden “darse cuenta” de la barbarie en la  que está inmersa la mayoría de ellos.

Por lo que considero que la solución, si es que tenemos la valentía de no negar esta realidad, no está en sus manos.

¡Horror! Está en las nuestras.

Podemos continuar como hasta ahora, batiendo a todos los vientos frases excluyentes como “la juventud está perdida”, “no respetan nada” “no hacen caso”, “la culpa es de la droga” y tantas otras.

Con las que los padres quedamos afuera como si esto fuera culpa de un virus que se propaga y no existieran vacunas.

La verdad es que creo que nos embarga la impotencia.

No es fácil conducir a nuestros hijos por caminos convenientes, en una sociedad tan monstruosa, que no era así de virulenta cuando nosotros éramos jóvenes.

Por lo tanto no comprendemos mucho lo que sucede y no estamos preparados para enfrentar al enemigo con sabiduría.

Entonces ¿no hacemos nada?

¿Les damos dinero para que “disfrute con amigos” sus merecidas vacaciones, y que después venga y rinda las materias que no aprobó, pobrecito?

¿Les metemos charla sobre el sexo con cuidado, el mar con olas peligrosas, el alcohol que hace mal, la droga que mata enriqueciendo a unos pocos?

¿Y le hacemos saber que en esta vida nada es gratis, que ya es hora de sentir que deben responder a sus obligaciones, que papá y mamá los aman, se interesan por ellos, y que es bueno que sepamos adonde están y qué hacen, respetando su crecimiento por supuesto?

Se me ocurre que las dos últimas reflexiones podrían ser el comienzo de un avance.

Simplemente hacerles sentir lo importante que son, que no les conviene para nada equivocar así el sendero, y de paso rever el nuestro, a ver si no estamos dando el ejemplo equivocado.

Quizás aún podamos impedir que la vida arrebate su más preciosa creación.

Edith Michelotti

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