Damián Schwarzstein 

-Escena 1: nueve de la noche del viernes. Sarmiento entre Mendoza y San Juan. Un pibe alto, desgarvado, busca en el contenedor de la basura. Parece algo perdido, es una especie de zombie. Se da vuelta. Se le cae una pistola que lleva enganchada en el pantalón. Tarda en darse cuenta.

-Escena 2: diez de la noche del mismo viernes. Una piba rubia, linda, con brackets, entra a un quiosco de la zona del parque Independencia. No pasa de los 12 años. Lleva un envase de cerveza. “Ya te dije que no te puedo vender; decile a tu papá que si quiere tomar no te mande a vos, que venga él”, la cruza el quiosquero. 

-Escena 3: diez y media de la noche, el mismo viernes. Una pareja sale a tomar un helado después de la cena. En el camino de vuelta a casa, en Ituzaingó y Paraguay, dos pibes en moto que vienen a contramano los sorprenden: “Dame todo o te quemo”, dicen, pistola en mano. Y en menos de un minuto se van con 200 pesos, celulares, tarjetas y demás.

Uno de los asaltados cuenta lo ocurrido en las redes sociales. La repercusión es inmediata: son cientos los que dicen haber vivido situaciones parecidas y, lo que es peor, en la misma zona y aparentemente a manos de los mismos pibes.

El barrio tranquilo ya no lo es”, escribe alguien. La ciudad que parecía tan vivible, tan a escala humana, tampoco.

Hace rato, en realidad, lo saben los habitantes de barrios más distantes del centro, esos que aparecen mencionados en las crónicas que se suceden día a día, como nunca antes, sobre asesinatos a balazos. Unos temen ser robados, otros directamente no volver con vida a casa.

La violencia es una sombra sobre todo y sobre todos. Y da lugar al miedo, padre de los peores sentimientos y reacciones. “Plomo para todos”, puso alguien en Twitter el viernes, mientras se sucedían historias de robos callejeros.

Hay un discurso, aunque cada experiencia es particular e irrepetible, de lo que sienten las víctimas de delitos, pues su voz es pública y tiene un lugar fuerte en el, como suele decir el periodista Mario Wainfield, ágora.

¿Pero qué les pasa a esos pibes, muchos sumidos en estados de semiinconsciencia, que asumen riesgos múltiples y un lugar de victimarios para los que no les da ni la edad ni el cuero? ¿Qué los lleva a creer que tienen derecho a quedarse con lo que es de otro a como dé lugar?

¿Es hambre? ¿Es la desigualdad social? ¿Es la fiebre de consumo? ¿Es la defunción de la cultura del trabajo? ¿La falta de expectativas? ¿Son o no producto de la misma sociedad que hoy posa sobre ellos el dedo acusador?

Al final, nunca es tan simple hablar de víctimas y victimarios.