Este sábado a las 19, en El Trocadero (Santiago 989), se presenta la novela Oficina de investigación existencial, de Santiago Beretta. El libro fue publicado por la editorial Casagrande. Conversarán con el autor, la periodista Arlen Buchara y el escritor Roberto García. Luego, el músico Toni Temple cerrará la velada con sus canciones.
La entrada es gratuita.
Sinopsis
En el sótano de una galería perdida en el centro de la ciudad, un pibe de 23 años alquila una pequeña oficina y abre, según sus palabras, un “Centro de Investigación Existencial”, con la idea de recibir a quien quiera contar sus historias, sus secretos y andanzas.
Pretende cruzar las historias que reciba, buscar las claves de cada relato, dar con la frecuencia del lenguaje de Rosario, encontrar “el latido que conecta todos los latidos”. Por supuesto, nada sale como lo planea.
Los personajes de la galería, y los que se presentan en la oficina, se mezclan y se entrelazan en el mundo del protagonista. La ciudad se abre en aventuras y paisajes escondidos, tramas turbias o románticas, paisajes existenciales atemporales y realidades que, de tan a la vista, parecen escondidas.
Una galería subterránea como atajo al corazón de una ciudad.
El autor
Santiago Beretta nació en Rosario en 1989. De 2010 a 2019 dirigió y editó la revista Apología, con veintidós números editados. Colaboró en los diarios La Capital y El Ciudadano, en la revista Rosario Express y en el periódico El Eslabón. También colaboro en la web Enredando, y en las revistas Rea, Ubik, Inquieta, Unión & Amistad, Ciudad, El Corán y el termotanque y Al fin.
En 2017 publicó Rodolfo Elizalde, ejemplar que recopila charlas con el artista plástico, editado por la editorial Iván Rosado; y en 2023 compiló ¿Qué nos arrastra hacia un mismo lugar?, el libro de los hinchas de Argentino de Rosario.
Primer capítulo de la novela Oficina de investigación existencial
En la cueva
Desde la ya desaparecida Pizzería Argentina, en la esquina de Rioja y Paraguay, veía caer la lluvia del otro lado de la ventana. Aguardaba que pare la bronca de una tormenta inesperada y comparaba precios, ubicaciones, ventajas y desventajas de los lugares visitados. Hacía números y analizaba el panorama del mercado inmobiliario. Muchas galerías estaban en decadencia. El centro estaba en decadencia.
Con lo que ganaba podía seguir con mi ritmo de vida y darme el lujo de alquilar un pequeño local.
“El edificio que hicieron al lado de mi casa me arruinó. Un edificio es un nudo energético negativo y sus ondas me están matando”, leí entre mis apuntes. Era una de las tantas frases escuchadas al pasar y me producía cierta gracia. Lo que intuía, pero no comprendía con precisión, era que ideas de tal calibre guiaban y sostenían la existencia de mucha más gente de lo que se apreciaba a simple vista.
Una pregunta martilló mi cabeza: qué hacer con las historias con las que me iba a topar. De antemano tenía que clasificarlas según su contenido: Teología Personal; Ciencia Ficción Real; Amores Legendarios; Laberintos Existenciales; Sabiduría Paranoide. Pensaba encontrar las palabras o ideas claves de cada relato y detectar repeticiones en los relatos venideros. La conexión daría paso al verdadero trabajo. Quería comprender el mambo de la gente. En qué frecuencia latía el corazón de la ciudad.
Terminé mis cálculos y decidí montar base en la San Miguel, una galería perdida entre bazares y tiendas de tela, sin salida ni atajos, de pie sobre San Luis, entre Presidente Roca y España. Venía de recorrerla y había fichado un local de tres metros de largo por dos de ancho, ubicado en el subsuelo, al final del pasillo, enfrentado a una pecera de peces naranjas, casi transparentes, que daban vueltas en su pequeño mundo de agua, vidrio, plantas y piedras marrones. Desde mi celular confirmé el alquiler:
–En una hora estoy allá –avisé.
–Te espero nomás –contestó una voz gastada y enérgica.
Marcelino el Tano Fiore, tal como se había presentado, era un tipo entrado en años. Usaba saco, pantalón de vestir y mocasines. Tenía locales en la zona y, al parecer, manejaba sus negocios con tranquilidad. Fui a su encuentro cuando las nubes que cubrían de gris el cielo dejaron de gotear y lo descubrí solo, fumando, escuchando un informativo local en una radio portátil, un aparato viejo que su mano derecha sostenía con desgano.
Comentamos el clima, como se hace cada vez que llueve, y concluimos que en un día así no hay nada que hacer salvo ver películas. Le confesé que amaba el cine antiguo, el cine de la época del blanco y negro, el de los detectives rudos y los amantes que se juegan la vida en un romance, y una mueca triunfal se estampó en su sonrisa:
–Sos de los míos –respondió con suspicacia.
Apagó la radio, cuyo volumen nos obligaba a levantar la voz, y sacó unos papeles de una vieja carpeta azul de plástico. De golpe se mostró más interesado en tener una buena charla que en alquilarme su propiedad.
–Si pensás que sos cornudo es que sos muy cornudo; si pensás que sos muy cornudo sos recontra re mil cornudo. Y si eso no te importa... sos el rey, porque es como que te importe morirte, no te puede importar –sentenció al final de un monólogo que ya no recuerdo cómo empezó.
Luego firmamos un contrato por tres meses y le pagué el primer mes. No había garantías, averiguaciones, sellos ni documentos. Solo mi “autógrafo” en una fotocopia que parecía tener mil años. Nos dimos la mano y se fue. Comprobé que era un poco rengo, pero que avanzaba bien. Inspeccioné ese agujero que acababa de convertirse en mi oficina y fui hasta una tienda lindera a comprar cortinas. Al volver, como en una vecindad en donde nunca sucede nada y el menor movimiento es novedad, advertí que mi desembarco había llamado la atención del penumbroso mundo de la San Miguel, cuyos habitantes levantaban la cabeza al verme pasar.
Concentrado en las posibles ubicaciones del mobiliario, ya en mi local, me sorprendí al ver al viejo Marcelino aparecerse con un cuadro.
–Esto es para vos –largó.
Se trataba de un retrato en blanco y negro del rostro de Humphrey Bogart. Me lo entregó con solemnidad, como si me estuviera dando un reconocimiento público, y casi suspirando dijo:
–Bogart... Qué hombre. Qué actor.
Acto seguido me dio la mano con fuerza y se fue. Desde lo alto de una pared lateral, el héroe de Casablanca no tardó en comandar el lugar. Seguí pensando: a la derecha iría el escritorio y a su lado el cenicero de pie; cerca del enchufe pondría el caloventor y pegadito el perchero. Un genio de la practicidad, eso soy, me dije, y tras fumar un cigarrillo triunfal volví a la superficie de la ciudad.
En una agencia de avisos clasificados redacté un anuncio para el diario del domingo, con la idea de atraer a quienes se sintieran interpelados por el llamado: Centro de Investigación Existencial. Registro de historias y experiencias de vida. Búsque da de secretos. Acérquese y será escuchado. San Luis 1511. Galería San Miguel. Subsuelo. Local 17. Martes y viernes de 16 a 20 hs.
Diseñé un fantasmal usuario de Facebook, en cuya foto de perfil se veían las iniciales del proyecto en negro sobre un fondo blanco, y subí el mismo anuncio que armé para el papel. El único tipo de marketing para este proyecto era el anonimato. Quería estar tranquilo, sin ser visto más que por mis propios interlocutores.
No quería convencer a nadie. Tan solo precisaba a los que se decidieran a venir por su propia necesidad.