"No dejes que otros lo hagan por vos"

Pedro Aznar

 

¿Cómo se construyó nuestro presente? ¿De qué están hechos nuestros enojos, nuestros amores, nuestras alegrías, nuestras desdichas? ¿Cómo llegamos adonde llegamos? ¿Qué carajo viene ahora?

Decisiones. Propias, íntimas, influidas, colectivas. De a uno, de a dos, de a tres. Del 51 por ciento que es más que el 49 por ciento.

Hacerse cargo de lo que te pasa, le dijo Vladimir Ilich Tao Tse Tung a Gudi. El maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo, quería convencer a su amigo director de cine que debía dar el paso. Decidirlo y hacerlo. Si él seguía con su fobia a salir de los bulevares iba a ser imposible grabar el documental sobre los márgenes de esa Nueva York a la que la violencia narco había transformado en una ciudad de muerte y miedo.

Está bien, dijo Gudi. E hicieron el enésimo intento en el auto de Carlos Fardel, el periodista –y cantor de tangos– que había enviado el proyecto Espacio Neoyorquino para verificar que no se malgastara el subsidio del Estado para producir el documental. Y otra vez la angustia, los vómitos, las ganas de ir al baño, y el regreso a casa donde la idishe mame de Gudi esperaba con té caliente, estrúdel de manzana y la eterna pregunta: Hijo, ¿estás bien?

No, no está bien, señora. Fardel estalló y empezó a gritar, como siempre, contra los enemigos del pueblo, que a través de sus mensajes en los medios de comunicación habían convertido el miedo en pánico para que la industria farmacéutica, siempre gran anunciante y también gran aportante a las campañas políticas, vendiera una nueva droga que en aquella época de entreguerras comenzó a llegar a las farmacias y que luego salió de mercado por sus terribles efectos secundarios: el melconián.

Como fuera, Fardel tenía la decisión tomada. No más intentos, no más subsidio, no más proyecto. Fin. Hasta acá llegamos, dijo. Y no se dejó convencer, ni por la torta de nuez de la idishe mame de Gudi, ni por el llanto del cineasta, que aullaba de dolor e impotencia mientras subía y bajaba la cabeza. 

¿Por qué Gudi no daba el paso? ¿Por qué se descomponía apenas pasaba France Avenue o la calle Dr Rive? ¿Quería hacerlo? ¿Hasta dónde anhelaba alejarse del departamento de las torres gemelas de Martin Town y sobre todo de la comida y la mirada de su madre? (los que siguieron la carrera de Gudi saben cuánto tardó en filmar fuera de Nueva York y que la idishe mame ya había muerto cuando eso finalmente ocurrió).

Vladimir dio la pelea por perdida. Abrazó a Gudi con verdadero afecto. Todo llega, le dijo. Salió de las torres gemelas, encaró para el centro. En la esquina del Jockey Club de Nueva York se subió a la línea B hasta el barrio de los pescadores (Fisher Town). Era de noche, pero el escritor Tomasito Mann seguía escribiendo el ensayo sobre el horror de una época en la que la muerte era más valiosa que la vida. Vladimir notó que Tomasito había perdido tono muscular, que tenía los hombros más caídos y la cabeza cada vez más gacha hacia la máquina de escribir. Tenés que comer, Mann. Pero Tomasito ni lo escuchó.

Se sintió solo Vladimir. Cocó había decidido conquistar Nueva York y salió a hacerlo. Tomasito Mann escribir un ensayo y en eso estaba. Gudi decidió no tomar sus propias decisiones y dejarlas en manos de su madre. ¿Y él? ¿Qué hacía en Nueva York? ¿Se sentía feliz? ¿Se iba a quedar allí?

Tardó horas en dormirse, atormentado por sus pensamientos. Que, como siempre, iban de un lugar a otro. De deseo en deseo, del deseo al miedo, del miedo a la esperanza y de ahí otra vez al deseo. Así, se dijo, se cocinan las decisiones. En medio de las indecisiones. Así es como el presente construye el futuro, pensó. Y se quedó dormido.

¿Qué soñó Vladimir aquella noche? Aquí los seguidores del maestro se dividen: están los que dicen que nada y los que sostienen que una voz interna le susurró una verdad reveladora. Que algo pasó en esas horas en que su conciencia se tomó un respiro. Transformador. Con forma de impulso, de pulsión de vida. (Esta columna adhiere a la segunda corriente).

Cuando se levantó, fue al baño en calzoncillos, como siempre. Después se vistió, hizo un bolso, fue hasta el escritorio de Tomasito. Tomó un papel y un lápiz, escribió algo, lo dobló y le pidió al escritor si se lo podía llevar a Gudi. Volvió a escribir la frase en otro papel y se lo dio al propio Tomasito, que leyó en voz alta: "Nos volveremos a ver y no será en Nueva York". Se abrazaron.

Vladimir salió de la casa y fue en busca de la línea B. Le preguntó al chofer si lo dejaba cerca del puerto. En el camino vio un cartel que promocionaba las fragancias de Cocó. La conquista de Nueva York (la de ella) estaba en marcha. ¿Hacia la conquista de qué iba a él?

Vladimir se sentó solo en un asiento del fondo. Empezó a sacudir el cuerpo. Todos lo miraban. Entró en una especie de trance, y empezó a repetir: existir no insistir, existir no insistir, existir no insistir. Esa era su decisión. Y seguir viaje. ¿Era irse de donde estaba, modificar su escenario, lo que le iba a dar sentido a su presente?