“¿El Chacho? ¿En serio me estás diciendo? Para mí es una locura”. El año 2014 daba sus últimos suspiros cuando la comisión directiva de Central anunciaba la contratación de Eduardo Coudet para tomar la posta de Miguel Ángel Russo. Pocos confiaban en ese muchacho que hacía sus primeros garabatos como conductor táctico. Y también eran pocos los que sabían que el Chacho, ese niño adulto que a simple vista parece estar más para el paravalanchas que para el banco, se había preparado como ninguno para el gran desafío deportivo de su vida.

Usando como espejos al chileno Manuel Pellegrini, al Turco Mohamed y a Diego Simeone, el Chacho montó su base de operaciones en Arroyo Seco y desde allí extendió sus tentáculos hacia cada rincón del club. Allí comenzó a visibilizarse que Coudet parecía un loco, pero en realidad estaba más cuerdo que todos.

Pasó las Fiestas de fin de año negociando refuerzos y para Navidad le llegó un regalo que luego sería el juguete con el que soñaría todas las noches: Marco Ruben. Organizó la agenda, planificó una pretemporada al estilo europeo, se enojó con la dirigencia por la reticencia a contratar un mánager y pidió referencias de cada uno de los jugadores de inferiores que venían pidiendo pista desde abajo.

Pero lo más asombroso del trabajo de Coudet fue la forma en que convenció a todos sus futbolistas de que estaban en condiciones de ganarle a cualquiera y en cualquier escenario. El Central de Russo fue el de la resurrección y la consolidación. El Central de Coudet es el de la ambición, el de la valentía, el que buscó trascender desde la primera práctica hasta el escándalo de esa noche de miércoles en Córdoba.

Fue el Chacho el que convenció a Javier Pinola para que dejara atrás una década de monótono bienestar en la Bundesliga y se atreviera a sentir de nuevo la adrenalina de hacer posible lo imposible. Y Pinola fue el mejor defensor del fútbol argentino en esta segunda parte del año.

Coudet rompió todos los precintos canallas y liberó todas las tensiones de décadas de frustraciones. El Chacho cambió la mentalidad de un club que se había acostumbrado a celebrar solo las cosas que pasaban afuera de la cancha. El loco Eduardo contagió su cordura y volvió a encender el fuego sagrado en los escépticos canallas.

A Coudet y a este equipo les cabe el calificativo de “campeón sin corona”. Sobre todo si la coronación la digita el poder central. Porque no todo campeón es digno y no todo segundo es olvidable.