Yo le quería decir que el azar se parece al deseo
Joaquín Sabina

¿Qué es lo que reúne a un grupo de personas en un determinado lugar y en un determinado momento histórico? ¿Es el azar? ¿Es el deseo? ¿Es el destino? Un hombre. Cualquier hombre: ¿sería quién es si no le tocara coexistir con las personas que le toca coexistir?

Alguien te enseña algo; vos aprendés algo. Ese algo te modifica. Y modifica a la vez a la otra persona. Y a las otras personas que están alrededor tuyo, o al menos la forma en que te relacionás con ellas. Y entonces el circuito, que no es otra cosa que el cambio, se hace permanente. Para vos y para los otros.

Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de seguidores en todo el mundo, era un hombre en permanente cambio. Incluso en las épocas que aparentaban mayor estabilidad, la sangre rusa y china estaba en constante ebullición dentro de su ser. Casi en un combate. La fachada, en todo caso, la mayoría de las veces era de calma: todos lo creían un tipo tranquilo. Y en realidad lo era, hacia los demás.

Acaso fue eso lo que le abrió rápidamente las puertas de un mundo inesperado cuando llegó a París. En un lugar que estaba lleno de gente que tenía deseos de decir, él estaba ahí, dispuesto a escuchar.
Al primero que escuchó fue al dueño de Le Cairó, que le dio una catarata de instrucciones y consejos sobre cómo atender a su particular clientela antes de darle el trabajo de mozo para el que su incipiente amigo en la capital francesa, el fotógrafo Man Flay, lo recomendó especialmente.

Man Flay era uno de los tantos artistas e intelectuales que pasaba sus noches en ese bar que todos los visitantes de París querían conocer. Y que tenía un mito central: la Mesa de les Galans.
Allí se instalaban, entre otros, escritores como Ernesto Meningway y Fito Gerald, pintores como Paul Picaseso, y el humorista Rob Fontaine Rose. Con esa gente, de golpe y porrazo, se empezó a tratar Vladimir, que años después reconocería a Le Cairó como su principal escuela.

El trabajo era mucho. Que un café con leche con tres croisants con manteca y dulce de leche, que un porrón con queso y aceitunas verdes, que unos crepes de paillote, que una mortadela con soda. Era un bar con una oferta amplísima, para una clientela variada y sin tiempo: a las 5 de la tarde algunos cenaban y otros desayunaban. 

Le Cairó era un mundo dentro del mundo. Como una burbuja en la que había ritmo, reglas y hasta un idioma propios. Y Vladimir lo entendió enseguida: ahí, donde todos querían hablar, él iba a guardar silencio. Ese iba a ser su tesoro.

Ese primer día de trabajo estuvo lejos de la Mesa de les Galans. Le tocó atender el sector que está sobre calle Saint Fe, el más cercano al cine de al lado. Pero cuando ya la madrugada había vaciado casi todo el bar, Man Flay le hizo una seña para que se acercara.

"Grandote tu amigo, Man", le dijo Meningway a Flay cuando tuvo frente a sí a Tao Tse Tung. Vladimir retrucó que era una cuestión de perspectiva, y se sentó al lado del escritor. Que lo invitó un whisky. Tao Tse Tung le pidió permiso al dueño de Le Cairó y se quedó en la mesa.

Meningway lo ametralló a historias que Vladimir escuchó sin interrumpir. Estaba como si hubiese ido solo al cine. Se reproducían ante él las imágenes de los relatos que ingresaban a su ser por los oídos y salían, como si fuese un proyector, por los ojos.

Vladimir sintió que era un afortunado: alguna fuerza misteriosa, la buenaventura, lo que fuera, lo había llevado allí donde estaba en ese preciso instante. 

Meningway le preguntó si le creía todo lo que le contaba; si confiaba en él. "Claro", dijo firme Vladimir. Ernesto celebró: "La mejor forma de averiguar si podés confiar en alguien es confiar en él".

Sí, parecía que París iba a ser una fiesta.