¿Por qué una mujer recurre a la Justicia, a la ley (es decir, a la intervención de un tercero que ordene) para poner fin a una situación de violencia? En primer lugar, porque esa relación que está viviendo es asimétrica. Los agresores les niegan a sus víctimas la condición de pares, de sujetas, y las cosifican para maltratarlas. Si ellas ponen un límite, ellos se tornan más violentos. Es la ley la que debe restituir un orden: toda mujer tiene derecho a una vida sin violencia, lo dice con esas palabras el ordenamiento vigente, que la Argentina sancionó en 2009 para adecuarse -además- a tratados internacionales como la Convención de Belem do Pará, de 1994.

Pero muchas veces, las mujeres que llegan a la Fiscalía encuentran que ese ordenamiento jurídico es letra muerta. El silencio, la indiferencia, el descreimiento y la desmentida son algunas de las respuestas que obtienen quienes recurren al organismo que debe sancionar a quienes las violentan y también protegerlas.

A Carina, el entonces fiscal de la Oficina de Violencia de Género Fernando Rodrigo le desestimó 26 denuncias contra su ex pareja, pese a las dos vértebras dislocadas que ella tenía como consecuencia de las agresiones. Carina es una más de las mujeres que sufrieron a un fiscal sin perspectiva de género en el dispositivo creado para protegerlas. Carina -a la vez- no es una más porque cada una de ellas tiene una historia singular, un proyecto de vida que fue esmerilado por la violencia. Es que no hay posibilidad de sostener una normalidad cuando el otro te hostiga, te amenaza, te pega, te asedia, y cumple la promesa de impedirte vivir en paz.

Decir que Rodrigo no tenía perspectiva de género es demasiado leve. Más aún, ejerció violencia. El funcionario judicial debió renunciar después de ser denunciado por ordenar escuchas ilegales a su ex pareja y allegados de la joven. En la ley nacional de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en todos los ámbitos en los que desarrollen sus relaciones interpersonales (tal el largo título de la ley 26.485) están tipificadas diferentes formas de violencia. La invasión de la privacidad con el fin de controlar a una mujer es claramente una de las actitudes a sancionar: violencia psicológica.

En 2014, Rodrigo fue elegido para ocupar la oficina de violencia de género porque tenía una supuesta especialización en el área. Las organizaciones de mujeres que acompañaban a las víctimas a Tribunales alertaban que el comportamiento del fiscal era, cuanto menos, displicente. Decenas de denuncias desestimadas, bajo el argumento de que las medidas de protección eran temas de la justicia de familia -así lo estipula la ley- y él debía atenerse a otras figuras como las lesiones y amenazas, para las que siempre requería testigos o pruebas aportadas por las propias víctimas. Y eso, si tenían suerte de ser acompañadas por alguna activista del movimiento de mujeres. Si iban solas, otro maltrato les esperaba: la indiferencia, cuando no la simple negación de la situación. Esta disparidad entre el trato que reciben las mujeres que concurren solas y las que van acompañadas de alguna organización se mantiene.

Porque Rodrigo -y cada fiscal que no cumple con su deber de proteger a la víctima, darle la escucha correspondiente y sancionar al victimario- incurren en una de las modalidades tipificadas en la misma ley 24.685. Es la violencia institucional. Y cualquier mujer podría denunciarla, aunque para eso hace falta el acompañamiento y las herramientas, un esfuerzo adicional cuando una mujer se encuentra inmersa en una situación de violencia.

Una ley no es una verdad cristalizada de una vez y para siempre. Es el fruto de los acuerdos, las tensiones y las relaciones que una sociedad puede cristalizar en el Congreso Nacional. En 1988, Carlos Monzón mató su ex pareja Alicia Muñiz y luego la tiró del balcón de un departamento en Mar del Plata. En aquel entonces, amplios sectores todavía hablaban de la violencia machista como un tema “privado” y se escudaban en el crimen pasional para normalizar los femicidios. Es mucho lo que la sociedad argentina ha avanzado en estos 29 años. Hoy, un intenso y heterogéneo movimiento de mujeres, lesbianas, bisexuales y trans ha logrado no sólo que se plasmara la ley de protección integral, sino también que los medios de comunicación dejen de hablar de crímenes pasionales. Ese movimiento viene debatiendo la violencia desde distintas aristas: la ley de Educación Sexual Integral, los mitos del amor romántico que sostienen el andamiaje de relaciones desiguales, entre otros.

La violencia machista es un problema social, que tiene su base en la organización patriarcal, esa que jerarquiza lo masculino por sobre lo femenino (y cualquier identidad disidente de esta organización genérica) y que indica relaciones de propiedad, donde “ellos” (los que poseen bienes y personas subordinadas) pueden apropiarse de “ellas”. Ese entramado cultural no se resuelve sólo en la Justicia, pero requiere de funcionarixs que puedan entender su complejidad para darle a la mujer denunciante (que para llegar hasta la fiscalía tiene que hacer grandes esfuerzos económicos y simbólicos) la escucha y las soluciones que requiere.

Al menos cada 25 horas -hay quienes contabilizan cada 18- una mujer (lo que incluye a trans y travestis) es asesinada en la Argentina. En muchos casos, cuando ocurrieron los femicidios ellas llevaban la orden de prohibición de acercamiento de su ex pareja en la cartera. Es decir que la Justicia había emitido un papel que era sólo eso, un papel. Desde el 3 de junio de 2015, el grito de Ni Una Menos quiere hacer crujir la organización patriarcal que genera estos crímenes. No se trata de una cuestión del aparato judicial, solamente. Pero allí se reproducen muchos de los estereotipos y maltratos que permiten a la violencia avanzar hasta hacerse letal.

Que un fiscal desestime 26 denuncias es incumplimiento de deberes y violencia institucional hacia una mujer. Ella, luego, pudo recurrir a la oficina de la Agencia Territorial de Acceso a la Justicia (Atajo), y recibió la atención pertinente. Sin embargo, por cada Carina que encuentra una solución, otras mujeres se van de Tribunales reforzando que la violencia es un destino. La deuda con ellas no es de pago optativo: el Estado es responsable.