Habían pasado un par de horas del entierro de Eduardo Piris. Sus 40 años en La Piedad, por un disparo a la nuca mientras conducía un taxi dos noches antes. Sus compañeros ya habían levantado el paro lanzado a modo de protesta. Todavía flotaba el dolor en el aire, cuando en Maipú y Córdoba abrí la puerta de uno de los taxis que se acomodan en esa esquina ruidosa.

Iba a sentarme y advertí que había una estampita sobre el asiento. Rápidamente la tomé, era una imagen de Jesucristo. “Casi aplasto al Señor”, dije riéndome, aunque algo conmovida por el hallazgo. Pero duró poco la emoción que nos brindan ciertas casualidades.

“La dejé yo señora, se la puede quedar si gusta”, me dijo el tachero. “Es el año de la Misericordia, usted sabe que estamos en manos divinas”, dijo con convicción.

Las manos de Dios

Había escuchado una frase parecida unas horas antes. Por Radiópolis (Radio 2), David, un compañero de Eduardo, lamentó su muerte temprana, injusta y violenta y la puso en contexto. La posibilidad de ser agredidos, robados o asesinados palpita en cada viaje, junto con el miedo y la paranoia con cada pasajero. Y a esto se le suma una honda sensación de desprotección policial. “Estamos en manos de Dios”, lamentó como quien ya no tiene nada más que hacer, ni a quien recurrir.

Si los taxistas tienen que alzar la mirada al cielo para sentirse más seguros en la calle estamos hasta las manos. Porque la protección no tendría que caer desde arriba. Nadie debería encomendarse a una divinidad para poder trabajar, al menos no para evitar la muerte en medio de un asalto. Hay situaciones que son bien terrenales y tendrán que ser solucionadas entre hombres, mano a mano.

En eso estaba el ministro Maximiliano Pullaro sólo dos días antes de que a Piris le volaran la cabeza por nada. Ese domingo citó a los representantes más importantes del mundo taxi que es bien diverso y confrontativo, tanto hacia dentro como hacia afuera. No es usual verlos salir de ese tipo de encuentros con una media sonrisa. Se entiende: perdieron ya muchos compañeros, otros tanto padecieron y sufren hoy la violencia urbana, y encima, la inflación les come los aumentos que van logrando. A veces los escucho y lo último que deseo es ser una taxista. Pero aquel domingo, estaban esperanzados.

Sin embargo, no fue lo único que hizo el ministro por esos días. El martes separó de la fuerza a un agente del comando radioeléctrico por posesión de cocaína entre exclamaciones contra la policía corrupta. El mensaje fue bien claro: el que sea sorprendido con las manos en la masa queda totalmente fuera. Y no cansado se mover el tablero, a la tarde comunicó que, a partir de ahora, los jefes policiales los va a nombrar personalmente.

El día no había terminado cuando Piris recibió aquel escopetazo fatal. No son pocos los que ataron cabos y que no pueden descartar que la sangrienta muerte del taxista no sea un macabro aviso al gobierno de quién manda en la calle. La forma brutal de su asesinato, el robo que no fue y la detención de un menor de edad evadido de la Justicia por el hecho que se dice inocente, no hicieron más ajustar esos nudos.

Eduardo fue enterrado y los taxis volvieron al ruedo. Desde el gobierno, se reavivó el compromiso de atacar el delito y de reforzar la presencia policial en las noches. Pero el sabor que queda es que todo es aún más complejo, mucho más que sacar el dinero abordo, patrullar o reformar el Código procesal penal para que la Justicia sea más productiva. Quizás, al final, sea necesario algo de fe. 

“Esperando el milagro, de creer que un día llenarás la fuente, cambiarás tu vida sobre la cornisa” (Las Pelotas).