Acariciando los 30 años, María arribó a Rosario con un raído bolso violeta y sus ojos castaños rebosantes de inocencia. Provenía de un pequeño pueblo santafesino, donde trabajó en el campo y prácticamente crió a sus cuatro hermanos menores. Aunque su historia familiar era una verdadera incógnita. Cada vez que la interrogaban sobre ello, su diáfana mirada se oscurecía y sus labios optaban por el silencio.

Ya instalada en la gran ciudad, comenzó a trabajar en casas de familia. Limpiaba, lavaba, planchaba y cuidaba de los niños. Si existe alguna razón para la existencia humana, María la hallaba en las criaturas. Tenía una gran empatía hacia ellas. Siempre con un caramelo bajo la manga de su camisa, se las ingeniaba para inventar nuevos juegos, mientras los patrones dormían la rutinaria siesta.

Una gélida mañana de invierno, María se presentó a trabajar en la casa de Porota, una mujer mayor con la que finalmente viviría muchos años. La convivencia era difícil. Una sufría el calor, la otra el frío. A una le gustaba lo dulce, a la otra lo salado. Como si fueran dos rutas paralelas que solo el destino puede unir. María tenía devoción por Vanesa, la pequeña nieta de Porota. La iba a buscar a la escuela, le cocinaba, le cantaba y le peinaba su lacia cabellera, como si fuera esa bella muñeca que nunca tuvo. Algunas tardes, María colocaba una silla en el balcón, se sentaba y hacía subir a Vanesa a su regazo. Observaban a los frenéticos transeúntes, que nunca las veían. Y jugaban con los autos. Cada vez que pasaba un coche blanco, Vanesa recibía un caramelo como premio y un beso en su mejilla. Ellas solo jugaban y reían, hasta que el sol se ponía a jugar a la escondida y anunciaba el final.

El último domingo de cada mes, María se colocaba meticulosamente su mejor vestido, se arreglaba y se perfumaba. Aunque ya tenía más de medio siglo de vida, su cutis era de un blanco marfil, casi inmaculado. Cuando el viejo reloj marcara las siete de la tarde, el mundo se paralizaría. O al menos su mundo. Era la hora en que su eterno pretendiente la llamaba. Nunca habían concretado su amor por un impedimento familiar, ya que ella era mayor que él. María corría hacia el teléfono, pero levantaba el tubo con delicadeza. Luego se sentaba y cruzaba las piernas de manera elegante.

Dialogaban un buen rato y María le recordaba: “Yo vivo por estos llamados…”. Como siempre, él finalizaba la agradable charla, prometiendo que en un futuro inmediato abandonaría su familia para ir a su encuentro. María colgaba el tubo, se paraba y caminaba hacia la antigua radio. Sintonizaba una emisora de música clásica, cerraba los ojos y se ponía a bailar. Danzaba sola y se imaginaba en un hermoso bosque, pero solo se deslizaba por aquella sala de paredes desconchadas y techo gris. Bajo sus cansinos párpados, como si fueran dos planetas llenos de vida, sus ojos destellaban sueños imposibles.

Con sus labores cotidianas y esos instantes de felicidad que te mantienen vivo, continuó el andar infatigable de María. Hasta que, ya con más de 70 años, su cuerpo se jubiló. Vivió algunos años en un asilo público de ancianos, donde decía sentirse a gusto. Platicaba con su compañera de cuarto y disfrutaba del dulce de membrillo que hacían allí. Pero una tarde de verano, sus párpados bajaron el telón de su obra. El frágil cuerpo fue trasladado a su pueblo natal, donde algunos familiares se interesaron por sus pocas pertenencias. ¿Pero qué habrá sido de su alma? Quizá esté bailando sola en medio de la nada. O quizá se unió a las de millones de mujeres que sacrificaron o perdieron su vida por el otro.

María escribió su propia historia, aunque casi nadie la recuerde.