Recuerdo que la primera conversación que tuvimos con Raúl, hace ya unos años, comenzó con un "buen día, señora". Algo que le corregí de inmediato respondiendo: “Tuteame y nunca más me digas señora”.

Los dos reímos. Ese día fue clave. Era otoño y el sol del mediodía hacía brillar las hojas marrones que el viento descolgaba con suavidad de los árboles de la plaza ubicada frente a Tribunales. India, mi perra, se acercó a él y lo besó. Le pedí perdón pero me dijo que no hacía falta, que le gustaban los perros y mientras la acariciaba dijo: “Es loca, pero compañera”. No se equivoca, pensé.

Desde entonces saludarnos se volvió casi un ritual. La escena es siempre la misma, India corriendo hacia el árbol donde Raúl guarda sus pertenecías, él la acaricia y yo me acerco para charlar un rato de lo que sea: el clima, los políticos, el río Paraná.

Fue en una de esas conversaciones que pude conocer un poco más de él. Una tardecita de domingo, donde las heridas suelen abrirse y dejarnos vulnerables, Raúl quiso contarme su historia. Algo que agradecí sin dudar.

Nacido el 2 de agosto de 1960 en Entre Ríos. Bautizado como Raúl Ramón. Lleva más de 32 años viviendo en Rosario, aunque no pudo o no quiso recordar cuánto hace que habita las calles de la ciudad. Durante muchos años trabajó en distintos lugares en relación de dependencia y entonces la conversación comenzó a tornarse nostálgica. Después pasaron cosas que no quiso mencionar porque hablar del pasado a veces le duele, aunque de inmediato me miró y me dijo: “Hay algo que duele más que vivir en la calle y es perder a tu mamá, cuando la vieja se va nada es lo mismo”.

Tragué saliva y el nudo presionó la garganta. Le respondí con el corazón en la boca: “Bueno, si te sirve de algo, yo también perdí a mi mamá”. Raúl acarició a India, y no dijo nada por un rato. Antes de irme me gritó: “Ahora nos entendemos”.

Todos en el barrio sabemos que no le gustan los refugios. “Yo vivo acá y se terminó”, suele repetir mientras se sienta sobre sus bolsas negras que cuida con uñas y dientes. Viste un camperón en pleno enero, un jeans oscuro, zapatos y gorra. Es amigo de jueces, de perros, de vecinos y desconfía de la policía aunque dice que debemos simular que los queremos.

Una sola vez lo vi enojado y quise saber qué era lo que había pasado para que este puteando de tal manera. “Hay un pibe que intenta robarle a los que vienen a pasear y en mi plaza no se roba” me dijo y mientras susurraba molesto agregó: “Gente mala hay en todos lados, pero conmigo que no se metan". Le sonreí y seguí.

El jueves pasado me confesó que Roberto Caferra es su periodista preferido y que Radio 2 es lo único que suena en su aparato portátil que vale decir está prendido desde que sale el sol y por primera vez en años me pidió un favor: “Cuando Roberto vuelva de vacaciones decile que Raúl Ramón de 61 años, lo quiere mucho”. Le di mi palabra y me fui.

Este sábado Raúl no estaba en su árbol y solo quedaba una foto carnet de una mujer casi enterrada con la tierra removida. La ausencia no podía ser azarosa, no estaba en su rutina llevarse sus cosas, no pudo haber ido a pedir el diario ni manguear unos pesos para comprar pilas y armonizar con la radio, algo no olía bien.

Crucé al bar de enfrente. Pregunte si lo habían visto, si sabían algo de él. El guardia que mira entre 8 y 12 horas hacia la plaza, respondió que hacía rato no lo veía. No me conformo y sigo buscando. La piba que atiende el kiosco de la vuelta seguro sabe algo. Le hago las mismas preguntas y nada. No hay rastros de Raúl. Nadie sabe qué pasó. Admito entonces que el vacío del estómago se llama angustia. Enojo. Dudas. Miedo.

Estaba por regresar a casa pero insistir es parte de la pasión de cualquier periodista. Freno en Tribunales. Dos policías pasan el rato fumando. Interrumpo y por tercera vez en 20 minutos pregunto por Raúl.

“Mira, fue el sábado pasado. Llegó Gendarmería, se acercó a él y le dijeron algo. Nosotros vimos todo por la cámara y fuimos a decirle a los gendarmes que Raúl vive acá hace años pero ellos llamaron al Sies y se lo llevaron”.

Mi cara suele expresar lo que siento y del otro lado lo notaron. Agradezco, esta vez con la voz entrecortada. El policía sigue: “Le dijimos que ya una vez se lo llevaron y él volvió porque no quiere estar en esos lugares, vio”. Vuelvo a agradecer y me voy.

Camino la cuadra que separa la plaza o la casa de Raúl de la mía tratando de reconstruir ese primero de enero. ¿Le habrán preguntado a Raúl si quería ir? ¿Pudo decir no, decir sí? ¿Le llevarán el diario para que esté al tanto de las noticias del día? ¿Dejarán que escuche radio y opine de política, fútbol o sociedad? ¿Sabrán que la injusticia social hizo que Raúl viva en un barrio que hoy lo espera? ¿Habrán guardado con cuidado las bolsas negras que encierran los recuerdos de sus 61 años de vida? ¿Sabrán que hablar de sus padres lo angustia y que por razones como estas él desconfía de la policía? (Y yo también)

Al día siguiente el destino me puso frente a un colectivo verde musgo que a un costado decía con letras blancas y grandes: GENDARMERÍA. Veo descender a dos oficiales. Me acerco a ellos. Le cuento lo que pasó y le pregunto dónde llevan a las personas cuando ellos mismos llaman al Sies.

Una gendarme me mira. Me responde que al hospital más cercano y me pregunta si conocía a ese hombre. Le dije que sí, que todo el Abasto lo conoce y que muchos lo estamos esperando. Hace un gesto con su cara, algo que simula ser comprensión o lástima, no entiendo bien qué quiso expresar. India les ladra, el instinto no le falla. Nos vamos.

¿Cuánto duran los derechos humanos cuando vivís en una calle, un parque o una plaza? ¿Cuántos miraron y no vieron que Raúl faltaba? ¿Quién es el otro para decidir sobre el dolor, las carencias y la indiferencia? ¿Por qué ahora quisieran tener bondad con Raúl si ya perdió la cuenta de los años que ningún organismo del Estado se hizo cargo de su situación?

Según un censo que llevó adelante la Municipalidad en 2021 Rosario tiene aproximadamente 492 personas en situación de calle, algo que no suena tan catastrófico hasta que el porcentaje se hace carne y los números personas. Casi 500 hombres, mujeres y niños viven habitando los espacios públicos.Y vivir es una forma simpática de llamarle al hecho de respirar un lugar donde no los corran, persigan, golpeen y esquiven con la mirada, que según Raúl eso es lo que más duele.

Un dato que se conoce poco porque lo que no se nombra no existe y al parecer es algo que se puso de moda. En invierno aparecen las campañas masivas como si la ola de calor no afectara a quienes duermen sobre el cemento o si con las flores del jacarandá bastara en primavera. 500 personas que desaparecen de las agendas políticas y encima suelen ser agredidas como si fueran culpables de ser expulsadas del sistema.

Donde sea que esté hoy Raúl, deben saber que hay un árbol que lleva su forma, conoce sus secretos, lo vio reír y llorar, resistir y entregarse y una vecina que pregunta por él a todo aquel que cruce el parque. Pero también todos debemos saber que a la inseguridad, la falta de taxis, el ecocidio de las islas, los cortes de luz, la ausencia de agua potable, debemos agregar que Rosario también tiene casi 500 personas viviendo en situación de indigencia y que al parecer el número seguirá creciendo.