La vida es una sucesión de asados

Willy Polvorón

¿Puede una persona realmente ponerse en la piel del otro? ¿Siente alguien lo que dice que siente cuando le dice a otro alguien: "lo siento"? Uno puede comprender la alegría o el dolor ajenos. Pero no sentirlos. Porque cada una tiene los suyos. Y son únicos e irrepetibles.

"No estamos solos", decía José Sacristán. Pero mentía. Siempre estamos solos. Lo que pasa es que suele ser más lindo, ya que estamos solos, hacerlo acompañados. Porque eso nos modifica. Y por tanto modifica nuestra propia soledad. Pero, ay: ¿entonces será que no estamos tan solos?

Las contradicciones eran algo común en el pensamiento de Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo. Pero eso no le molestaba en lo más mínimo. Por el contrario, le gustaba discutir con él mismo y cambiar de parecer en una misma frase.

Las visiones sobre el asunto, entre los estudiosos del legado filosófico de Tao Tse Tung, son, justamente, contradictorias. Hay quienes dicen que absorbía tan rápido los mensajes que circulaban en torno suyo, que aprendía con tanta premura de los demás, que cualquier cosa que escuchaba la incorporaba instantáneamente a su sistema de pensamiento. Por tanto, sus ideas estaban en un estado de transformación permanente y se mantuvieron así hasta el día de su muerte, no hace tanto tiempo.

Y están también los que creen que Vladimir era un poco influenciable. Más que un poco. Y que en realidad no podía sostener ninguna posición porque en verdad no estaba seguro de nada. Pero bueno, quién no tiene sus detractores.

Lo importante, al fin de cuentas, es cómo lo vivía él. Y la verdad es que se sentía, por decirlo de alguna manera, felizmente contradictorio. Consideraba eso como un costado suyo que lo ponía en el mismo equipo que toda la humanidad. Incluso de la parte que se vanagloria de que siempre piensa lo mismo, pues consideraba que eso estaba en contradicción con toda la naturaleza humana.

"Basta Vladimir, no te puedo seguir", le dijo su amigo Man Flay, cuando caminaban una mañana soleada de abril en esa París de entre guerras, desde la pensión del barrio Le Pichinch rumbo a la zona del Parc de Le Independence, invitados a un asado en lo del pintor Pablo Picaseso. El joven ruso-chino trataba de explicarle al fotógrafo de las almas de París su intención de trazar una teoría sobre el vacío como punto de inicio del lleno, la misma que tiempo después fue utilizada por la empresa Ford, en el marco de un programa de Filosofía Aplicada a la Vida Cotidiana de la Universidad de Masachusets, para inaugurar una de las polaridades más importantes del mundo de los autos y de la vida: si el tanque de nafta está en empty o full. Es decir, ni más ni menos que la de la energía.

Pero la verdad es que se perdía en el camino. "En el vacío no hay nada. Hasta que aparece un punto. Y ese punto se extiende hacia un costado y hacia el otro. Hacia abajo y hacia arriba. Y el vacío se llena de puntos. Pero, ¿entonces dónde empieza el lleno? ¿En la nada o en el algo? Porque un punto es algo y si hay algo no está vacío. No sé".

"Si no sabés no hay teoría, Vladimir. Cortala", le pedía Man Flay, que prefería cambiar de tema, pues ya sabía cómo terminaba la cosa: con su amigo regodeándose en su capacidad de discutir consigo mismo y con él fuera de ese debate, como testigo involuntario.

Por suerte para Flay no tardaron demasiado en llegar a la casa de Picaseso. Ya entre el escritor Fito Gerald, Ernesto Meningway, Picaseso y el homorista Rob Fontaine Rose, Vladimir guardó, como casi siempre, silencio. Es que entraba como en éxtasis mientras los escuchaba. Y sólo de tanto en tanto abría la boca para susurrarle al oído al fotógrafo: "Qué maestros, Man".

Ese sol, ese fuego, ese olor, y la posibilidad de compartir con esos tipos era para Vadimir lo más parecido a la felicidad que conocía. Y en eso no había contradicción. Décadas más tarde, en una visita a un lejano país de Latinoamérica, lo sintió como verdad absoluta cuando uno de sus seguidores, Willy Polvorón, lo invitó a un recital suyo y escuchó los versos: "Te lo digo no te hagas el pescado, la vida es una sucesión de asados".

Y así fue pasando el encuentro. Con un chorizo puro cerdo que Picaseso sirvió en rodajas sobre láminas de pan tostado. "Prueben, un canapé", bautizó, sin saber que los franceses iban luego a subvertir esa creación con todas porquerías raras en donde debería estar el chorizo. Con un queso derretido a las brasas que, explicó, se llamaba Provolet. Y con la estrella del banquete: un corte de carne nuevo, que el carnicero de la esquina recomendó hacer con buen fuego y salar generosamente.

"Prueben, muchachos, es vacío", dijo el pintor Pablo Picaseso. Estaba crujiente por fuera, pero cuando el cuchillo penetró en las entrañas la sangre brotó hacia el plato y se dejó ver la textura roja. "Acá en París se come la carne cruda", justificó el asador.

Todos callaron y entraron en una especie de trance. Con cada bocado. Eran ellos y ese sabor que los atravesaba hasta la emoción. Vladimir comió a más no poder. En un momento pensó lo hermoso que sería tener dos estómagos. Pero tuvo que parar. Cuando sacó los ojos del plato y levantó la cabeza vio que todos estaban en el mismo viaje. Los miró uno por uno: sonrisas, rostros relajados y una sensación de placentera hinchazón.

"¿Alquien quiere comer algo más?", preguntó Picaseso. Vladimir creyó tener algo para decir: "Me llené con el vacío".