Pensar en Víctor Hugo Morales es volver a convocar el análisis sobre lo que hacemos los que trabajamos en periodismo. Y no opinar al calor de la discusión entre posturas rígidas.

En el universo de los medios de comunicación y el periodismo, puede ser útil diferenciar entre al menos dos clases de profesionales. El ambiente, cada día más parecido a un verdadero circo de talentos a demostrar en una escena de continuo, está poblado de trabajadores como de figuras públicas. Al primer encuadre lo constituyen los asalariados del periodismo. Los que trocan un saber por una cierta cantidad de horas de creación, de representación de un producto.

Al segundo, los que lograron destacarse por razones varias: talento para hacerse notar, cierto carisma. Efectividad en el mensaje. Habilidad en relaciones personales que devienen en comerciales. Relacionistas públicos y comunicadores de alma. Permanentemente en escena, incluso más allá del aire.

También están, como en todas las profesiones, los que se prostituyen, y, fuera de todo tipo de consideración profesional, son expertos en operaciones políticas o empresariales. A éstos habría que considerarlos anti-periodistas. Porque ocultan lo que no se quiere que se sepa y distraen con lo que no interesa que se informe.

Estoy simplificando entre los extremos. En medio, hay miles de matices. Pero todo lo que describo existe. Sin embargo, olvidamos fácilmente que lo que siempre subyace es una puja de intereses entre quienes son fuerza laboral creativa y los vendedores de espacios publicitarios que logran una alquimia exitosa con la generación de contenidos. Una fórmula heredada de los tiempos de los “artistas”. Anterior a la formación académica y saberes específicos adquiridos en la Universidad. Perfeccionados con experiencia y niveles superiores en educación.

Como si se tratase de una verdad que todos saben a medias y también callan a medias a todos se les dice periodistas. No es que unos sean menos que otros. Pero no juegan con las mismas reglas. Y esto Victor Hugo lo supo siempre. Son las reglas de juego que todos, al pelear por desarrollar nuestra vocación, aceptamos al ingresar a este injusto ring side. No olvidemos que es una vocación lo que nos llama a hacer esto. Nadie nos obliga ni tampoco nos unge. Vamos porque queremos. Porque tenemos algo que decir para quien quiera escuchar. El periodismo es un oficio que se ejerce, pero no es horizontal.

Víctor Hugo, como tantos, entra indudablemente en la categoría de personalidad. Es un artista. Alguien que no sólo vive de su sagacidad periodística sino también de su exposición.

Hubo arbitrariedades cercanas a la falta de respeto profesional, como aguardarlo con un escribano público para impedirle que ocupe su lugar en el programa que por 30 años condujo en Continental. O el hecho de que haya tenido que pedirle a su colega Paulino Rodrigues que le obsequiara aire para despedirse de sus oyentes. Pero no hubo censura. Y el hecho de que el mismo profesional haya dejado que se crea que la hubo es al menos, deshonesto.

Sucede que para hablar de censura también habría que hablar de la diferencia entre los medios públicos y privados. Dentro de los privados, diferenciar aquellos que tienen una llegada a los gobiernos nacionales que los hacen paraestatales, de los que no. Si siguiéramos esta línea, esto nos lleva a la incomodidad de hablar del periodismo independiente.

Para que se entienda. Los medios de comunicación privados son empresas que brindan un servicio a la comunidad. Pero son empresas. Los medios públicos son empresas públicas. Sabemos cómo funcionan muchas empresas públicas. Nos consta a diario.

En medios públicos y por inconvenientes apartaron a muchos colegas de los medios. Lo sufrieron como trabajadores Juan Miceli, el conductor de la Televisión Pública que perdió su trabajo tras cruzarse con el diputado Andrés Larroque (sí, el de La Cámpora, el que gritó narcosocialismo en el Congreso). Años antes a Marcela Pacheco, por un episodio similar, la apartaron de su trabajo al frente del noticiero en ese mismo canal. 

Le pasó . Antonio Laje cuando tras hablar de los cortes de energía en Buenos Aires, en tono crítico le dijeron “golpista” y lo echaron del aire de un día para el otro de C5N y Radio 10, medios del Grupo Indalo (Cristóbal López, el de los casinos y cercanía con el kirchnerismo). En sintonía, por mostrarse crítico al gobierno anterior lo mismo le pasó a Marcelo Longobardi. Y aquí cambiamos de los periodistas a las figuras con un “elenco” y una producción comercial detrás a la figuras. En el mismo sentido, a Nelson Castro también se lo dejó fuera del aire de Del Plata cuando la adquirió el grupo empresario filokirchnerista Electroingeniería.

Pero fundamentalmente, no me quiero olvidar del autor de “Lista Negra, la vuelta a los '70”, Pepe Eliaschev. En ese libro describe magistralmente cómo funcionó históricamente en Argentina la cuestión de los medios y el acceso al poder y cómo, fundamentalmente, se fue armando el aparato de medios oficialista paraoficialista. Y lo dijo cinco años antes del debate por la ley de medios. Un ejercicio para entender por qué momentáneamente se descubría fuera del aire de Radio Nacional y una herramienta para leer los cambiantes intereses en los medios de comunicación oficiales.

Y aquí viene otro punto fundamental. Porque la declamación de censura y la convocatoria a movilizar por el “caso Víctor Hugo” queda entramado con la reciente decisión del gobierno nacional de intervenir por decreto la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca), quitándole su autarquía y colocándolo debajo de la órbita del Ministerio de Comunicaciones de la Nación. Uniéndola con la Autoridad Federal de Tecnologías de la Información y Comunicación (Aftic) bajo el Ente de Comunicaciones (Encom) por decreto. Una medida reñida totalmente con una ley de medios aprobada por el Congreso de la Nación, lugar donde debiera en todo caso ser modificada.

Se mezcla aquello, el fin del vínculo empresarial de Continental con Víctor Hugo (relación cuyos detalles se nos escapan pero no exenta de tironeos, como sucede a los medios con las figuras convocantes), con esto de la ley de medios. Otro día discutiremos si la Afsca fue verdaderamente autárquica o respondió a necesidades políticas del gobierno anterior o si había más democracia en tiempos de Néstor Kirchner y José Pepe Albistur. O en una de esas, ni hace falta.

En honor a la verdad, es injusto gritar “censura” en este caso. Porque a quien vive no sólo del periodismo sino de su propia exposición pública (y han amasado millones) situaciones como ésta le dejan servida la futura negociación de un nuevo contrato o planear el desembarco en otro medio. En bandeja. Más allá de que lo haga o no, tiene una enorme oportunidad. Una vidriera que cualquier trabajador de prensa desde su opacidad de obrero creativo jamás soñaría con tener. En un momento en que el periodismo debate cuál es su rumbo: con una maraña entre pieza informativa, segmentación, viralización, seguimiento e incorporación de datos de cualquier fuente, en cualquier momento, y volcado en cualquier plataforma (audiovisual, impresa o digital). Difusión vía redes sociales.

Ahora que lo pienso, para sobrevivir a los tiempos actuales el periodista tiene que de alguna manera ser una figura pública, con sus marcas de subjetividad pero sin desdibujar su rol.

Lo necesario es que haya voces que reflejen todas las maneras de mirar la realidad: sean Marcelo Longobardi o Víctor Hugo. Para que eso pase, la puja de intereses no debería pasar por el dinero del Estado en forma de publicidad que premia y/o castiga. Cuando se corta ese flujo, se toman decisiones drásticas. Y hay voces. Matices. Y momentáneamente dejan de escucharse. Que no echen a nadie. Pero que tampoco se maquille la verdad. Porque así sólo salen favorecidos los que defienden las posturas más rígidas.

Hacen falta empresarios audaces. Dispuestos a invertir en hacer periodismo, que no resulta barato ni siempre arrima ganancias.También periodistas dispuestos a sobreponerse a los intereses políticos, vanidad y preferencia política y seguir su instinto de criticar lo que está mal, lo haga quien lo haga. Porque un periodista oficialista no es periodista, es un propagandista camuflado.