“Con la aparición y proliferación de la devastadora pandemia del COVID-19 no solamente se expande un virus riesgoso y aún difícil de combatir, sino también se ha diseminado de modo exponencial el uso de internet y de las redes sociales para ¨compensar¨ y amortiguar las limitaciones que impone el distanciamiento social. Así como debemos ser conscientes de los alcances y riesgos del virus biológico, también debemos estar atentos a la influencia creciente y poderosa de la viralidad de los contenidos de la web y específicamente los que se transmiten a través de las redes sociales, que inciden en nuestro modo de percibir y pensar distintos aspectos de la vida.

Somos testigos que las redes sociales han tomado un protagonismo inusitado. Se crearon para la interacción social en forma virtual, compartiendo contenidos de diversos e infinitos temas, pero lo que sobresale es interactuar virtualmente con otros a través de dichos contenidos y que el otro sepa de mí. Con el tiempo, las redes sociales se ampliaron a ser canales de venta de todo tipo, de productos comerciales y de servicios profesionales.

Los profesionales de la psicología no iban a estar libres de la tentación de subirse al tren de los alcances y “beneficios”  de las redes sociales. Eso es legítimo y esperable, considerando que diversos profesionales pueden hacer un ¨buen uso¨ de las mismas, transmitiendo contenidos interesantes que esclarezcan sobre temáticas variadas de la disciplina a un público ávido de información. Pero también otros tantos profesionales se ven tentados a vender sus servicios haciendo de la profesión un objeto mercantil, pero disfrazado de conocimiento científico o de ideas “alternativas” renovadoras. Y esta tentación/acción mercantil se combina y retroalimenta con un goce narcisista de exhibición de ideas y postulados como si se inventaran nuevos conceptos día tras día.

Lo que resulta tendenciosamente preocupante es la velada imposición de consignas, “tips¨, frases alegóricas, poéticas, metafóricas, citas de famosos divulgadores, que apuntan a imponer ideales de cómo manejar o “gestionar”  las emociones problemáticas o popularmente llamadas ¨negativas¨, para que sean sustituidas por emociones y pensamientos positivos. Por ejemplo, se ha tornado hartamente masivo y reiterativo que muchos profesionales quieran enseñar cómo manejar la ansiedad o los sentimientos depresivos, como si no existieran personas con distintos grados de ansiedad en combinación con otras características, rasgos o formas de proceder que no implican que la persona maneje mal su vida. Es normal tener rasgos ansiosos, es muy representativo del espectro normal/”neurótico” de la vida humana y no por eso la persona carece de capacidad para lograr cierto bienestar en la vida. Depende en qué aspectos o áreas de su vida la ansiedad le juega una mala pasada. Esta tendencia implica una preocupante simplificación de los problemas y contextos complejos que atraviesan nuestra existencia.

Tanto se banaliza el pensamiento y el lenguaje que he leído un reciente posteo de Instagram de un activo divulgador latinoamericano sobre la crianza respetuosa de la infancia, que comparaba ciertas frases clásicamente amedrentadoras de los padres hacia sus hijos (que no les comprarían regalos de Navidad si se portan mal) con la persecución de la Gestapo Nazi, diciendo que la conducta de los padres era peor que los escuadrones hitlerianos. Con éste lamentable ejemplo queda bien en evidencia que la exhibición narcisista de ese divulgador no tiene límites al punto de banalizar el Holocausto Nazi. Hablando de respeto a la infancia… esa comparación no es muy respetuosa.

Dentro de los saberes y terapias popularmente llamadas “alternativas” hay una tendencia a imponer las disciplinas orientalistas como una especie de modelo y solución a los males que nos aquejan desde hace tiempo, otra vez poniendo el acento en concentrarse sólo en el presente y dejar fluir las emociones, controlándolas con meditación, ejercicios de respiración y que la mente no nos imponga ninguna idea molesta. Se impone el ideal de apreciar cada instante del presente como único y que nada de la vida nos afecte ni nos plantee conflictos o dilemas. Hay un discurso de apaciguamiento del sujeto que se pregunta críticamente sobre su propio devenir y sobre el mundo que lo rodea.

Por supuesto que no se trata de menospreciar el aporte específico de prácticas como el mindfulness, yoga, reiki o propuestas afines, que tienen su fecundidad. Pero se trata de ser coherentes entre la práctica y la filosofía que las sustentan. La austeridad y la sencillez que pregonan los profesionales que venden esas ideas no se corresponden con la forma de vida que los mismos y sus “clientes” suelen desarrollar en el mundo consumista y “líquido” que nos envuelve cotidianamente. Y vender esas ideas no deja de estar alimentada por la mencionada exhibición narcisista de esos profesionales que esperan muchos “corazoncitos” para que se sientan pequeños “influencers” de su virtual núcleo de seguidores.

Para concluir, éste artículo procura alertar sobre la banalización y mercantilización de muchos profesionales de la salud mental que se han ido convirtiendo en “coaches” dirigistas que buscan imponer ideales y anestesiar el pensamiento crítico. La ética de nuestra disciplina es no imponer ningún ideal y justamente ayudar a que cada paciente o escuchante logre realizar los cambios que necesita para sentirse mejor, trabajando sobre su propia persona. Es decir, la ética humanista de escuchar, ayudar a pensar sus dificultades, aceptar e integrar sus emociones, elaborar sus traumas y conflictos, prestando atención a la singularidad de ese ser que pide ayuda en el contexto complejo y variado del mundo que habita. Las respuestas a los problemas subjetivos están en cada uno y no en nuevos dogmas disfrazados de ideas “renovadoras” y “espiritualistas”.

*Jorge Libman, psicólogo, especialista en psicología psicodinámica, matrícula 2231 Consultorio, Alvear 1478, 3er Piso Rosario