El cerebro: un órgano que necesita combustible de calidad
El cerebro es apenas el 2% del peso corporal, pero consume cerca del 20% de la energía diaria. Y eso, en la infancia, se potencia: los chicos aprenden todo el tiempo, consolidan habilidades, incorporan vocabulario, procesan emociones y afinan funciones ejecutivas. Para que ese proceso funcione, la nutrición es clave. No es un detalle ni un “extra saludable”: es parte del equipamiento básico del aprendizaje.
La neurociencia confirma que ciertos nutrientes favorecen la comunicación entre neuronas, la memoria a largo plazo y la atención sostenida. Cuando hay deficiencias o dietas cargadas de ultraprocesados, aparecen signos claros: irritabilidad, desconcentración, fatiga y menor rendimiento escolar. El cuerpo aguanta, pero paga un precio.
Nutrientes que fortalecen la cognición
Aunque la alimentación es un sistema completo, hay algunos nutrientes estrella:
- Omega 3: fundamental para la formación de conexiones neuronales. Se encuentra en pescados, semillas de chía y lino, nueces.
- Hierro: clave para el transporte de oxígeno al cerebro. Su déficit afecta la atención y la memoria. Presente en carnes, legumbres y vegetales verdes.
- Zinc y magnesio: intervienen en procesos de memoria y regulación del estado de ánimo.
- Vitaminas del grupo B: esenciales para el metabolismo cerebral.
- Proteínas de calidad: sostienen energía estable y participan en la creación de neurotransmisores.
No se trata de convertir la mesa familiar en un laboratorio, sino de asegurar una dieta variada, real y equilibrada. Cuanto más naturales son los alimentos, mejor responde el cerebro.
El problema silencioso de los ultraprocesados
Las góndolas están llenas de productos atractivos, prácticos y económicos, pero poco amigables con la cognición. Galletitas rellenas, snacks salados, bebidas azucaradas, postrecitos y cereales industriales tienen un efecto conocido: generan picos de azúcar rápidos, seguidos de bajones de energía que impactan en la concentración.
A los 20 minutos parecen una solución; a la hora, un sabotaje. El cuerpo se siente cansado, la mente más dispersa y el humor empeora. En los más chicos, esto se nota enseguida: cuesta prestar atención, aparecen berrinches y el rendimiento escolar se resiente.
Regular estos productos no significa prohibirlos, sino ubicarlos donde deben estar: como ocasionales.
El desayuno: el primer gran motor del día
Los chicos que desayunan bien rinden mejor. Así de simple. Un desayuno completo incluye tres componentes básicos:
- una fuente de carbohidratos reales (pan, avena, frutas);
- una fuente de proteínas (huevos, yogur, quesos);
- una bebida que hidrate (agua, infusiones sin azúcar).
Muchos chicos llegan a la escuela sin haber comido nada o con un paquete de galletitas como único combustible. El resultado se nota desde la primera hora de clase. Un buen desayuno no necesita ser complejo ni caro. Con pan, fruta y un huevo ya se cubren las bases.
Hidratación: la variable que casi nadie mira
Tomar agua no suena académico, pero influye directamente en el aprendizaje. La deshidratación leve —esa que nadie nota— reduce la memoria de trabajo y la capacidad de resolver problemas. Los chicos suelen olvidarse de tomar agua, por eso es útil tener una botella propia y accesible.
Las bebidas azucaradas no reemplazan al agua. Solo aumentan la sed y generan picos energéticos innecesarios.
Colaciones que ayudan (y colaciones que complican)
Entre horas, convienen alimentos que sostengan energía de manera estable: frutas, frutos secos, yogur, crackers simples, sandwiches pequeños. Lo que conviene evitar para la escuela son snacks ultraazucarados o muy salados, que no aportan nutrientes y desbalancean el día.
Una colación inteligente no es gourmet; es práctica.
Cómo acompañar desde la familia sin obsesiones
La alimentación saludable no funciona desde el control rígido, sino desde el ejemplo. Cuando la familia come variado, los chicos también. Cuando ve que el adulto cocina, prueba, combina y se interesa por su bienestar, aprenden desde ahí.
Algunas estrategias simples: planificar compras, involucrar a los chicos en la cocina, ofrecer opciones sin presión, respetar el hambre real, evitar usar la comida como premio o castigo.
La idea no es crear niños “perfectos” en términos nutricionales, sino chicos que entiendan qué los hace sentir bien.
Conclusión
La alimentación no reemplaza a la escuela, pero la potencia. Un chico bien nutrido aprende mejor, se siente más seguro, regula mejor sus emociones y enfrenta los desafíos escolares con más fortaleza. La comida es energía, pero también es pedagogía. Comer bien no es moda: es una inversión directa en el cerebro y, por lo tanto, en el futuro.