Veintidós años al servicio de los ejércitos del rey de España en Europa y África y ese 3 de febrero de 1813, en otro continente, en su remota patria, José de San Martín exhibiría su lealtad a la revolución, a sus compañeros de logia y a las autoridades patriotas de Buenos Aires.

Había adquirido una trayectoria militar irreprochable frente a los ejércitos más poderosos de su tiempo y si bien San Lorenzo no tendría las dimensiones de “un Bailén” -aquella batalla en la que fue derrotado el invencible y temible ejército de Napoleón Bonaparte, y que le había merecido una distinción y el ascenso a teniente coronel- podría ser el comienzo del fin de su regreso al Río de la Plata o un paso decisivo en el gran proyecto de la libertad americana.

Lejos estaba de ser un “debut militar”. A los quince años de edad, como oficial del Regimiento de Murcia, había trepado bajo fuego la altura de la Tour de Batere, en el Rosellón, para conquistar un castillo medieval.  Había sobrevivido a las batallas de Villalongue y Baylus, al fuego intenso de los 72 cañones del navío inglés Lion disparando sobre la fragata que lo transportaba, a golpes asestados por pandilleros para robarle, a la fiebre amarilla, y hasta a ser linchado por error.

Su tropa era disciplinada y preparada pero poco experimentada. Había elegido uno a uno a los integrantes del Regimiento a Caballo, a sabiendas que deberían actuar bajo el estruendo de carronadas y mosquetes, relinchos y gritos de dolor.

Todos los 3 de febrero se replica la carga de los granaderos en el Campo de la Gloria. (Alan Monzón)

Había trabajado en generar templanza, convicciones, sentido del deber y sacrificio entre sus hombres, dando en primer lugar el ejemplo.  A pocos meses de su boda, recibió la orden de dirigirse al Litoral para impedir el desembarco y saqueo de los pueblos ribereños del norte de Buenos Aires y sur de Santa Fe.

La estrategia

 

Su estrategia consistió en una vigilia sigilosa de la escuadra en su navegación aguas arribas del río Paraná para caer por sorpresa cuando la tropa desembarcara en busca de provisiones, acabando con ellos de una vez.

Con el asesoramiento del comandante militar de la aldea de Rosario, Celedonio Escalada, eligió el terreno aledaño al convento de San Lorenzo, situado kilómetros al norte de allí, como el más indicado para darle a los invasores su escarmiento. 
Destacó a sus granaderos detrás de los muros conventuales, quienes de pie junto a los caballos ya ensillados esperaron la voz de mando. Ordenó apagar los fuegos, prohibió se hablara en voz y que no se disparara un tiro de carabina o pistola para caerles con sable y lanza. 

Los granaderos esperaron con sigilo detrás de los muros del convento (Prensa San Lorenzo).

Escalada, con sus 50 milicianos, un altísimo porcentaje de la población masculina de Rosario, sirvió de reserva. 

La espadaña del convento fue su torre de mando. Luego de identificar al enemigo trazó su plan de combate. Serían rechazados apenas desembarcados con una feroz carga a fondo. 

La espadaña desde donde San Martín siguió los movimientos previos de los españoles (Prensa San Lorenzo). 


A las cinco y media de la mañana ya se asomaban en las barrancas dos columnas que marchaban tras las banderas de la Milicias Urbanas de Montevideo, animados por pífanos y tambores.

El testigo

Un testimonio directo, el del comerciante británico William Parish Robertson, describe con elocuencia que San Martín quería disminuir al máximo el poder de fuego de los atacantes, que bien conocía por sus campañas -el estampido y el impacto de las carronadas y el fuego de mosquetes-, con un ataque sorpresivo, directo y veloz. 

“Ahora, en dos minutos más estaremos sobre ellos sable en mano” indicó al inglés y montó su caballo para liderar el ataque. 

La maniobra de pinza con las dos columnas no pudo ser ejecutada de manera simultánea porque el tramo recorrido fue dispar. La que condujo San Martín fue la primera en entrar en combate, y a él rápidamente se lo identificó por su uniforme. 

Uno de los cañones navales que los realistas condujeron al campo de batalla, de dieciséis centímetros de calibre, disparó una estruendosa metralla mortal, derribando el corcel de San Martín pero azarosamente no alcanzó a su cuerpo.

Su pierna quedó oprimida por el peso del caballo. Fue herido en el rostro, algunos señalan que con un sable y otros con un hacha. Un realista que se aprestaba a rematarlo con su bayoneta fue interceptado por un lanzazo del granadero Baigorria que le dio muerte. En esos segundos, el soldado correntino Juan Bautista Cabral decidió bajar de su caballo y liberar a San Martin de su aprisionamiento

El monumento que recrea el momento en que Cabral asiste a San Martín.

Al igual que en el enfrentamiento de Arjonilla, en tierra Andaluza, nuevamente fue rescatado por un subordinado de una muerte segura. 

La orden final

 

Aún aturdido por el golpe, a pie en medio de la refriega ordenó a su alférez “¡Reúnan el Regimiento y a morir!”.

Lejos parece estar ese intrépido guerrero de la pose mesurada e imperturbable con la que la iconografía lo ha representado.

El combate duró quince minutos y su saldo final para los patriotas fue de 18 muertos y 22 heridos, y los realistas de Montevideo tuvieron 40 bajas y 14 heridos hechos prisioneros. Estos debieron parlamentar y luego replegarse a su base. 

El “Muero contento. Hemos batido al enemigo”, pronunciado por Cabral (quien murió dos horas después en el hospital de campaña) recogido del propio parte de batalla de San Martín, o “el muero contento, porque cagamos a esos mierdas”, que según se especula pronunció en guaraní, o en definitiva lo que hubiera podido decir a sus compañeros por la satisfacción del triunfo, no debería distraernos de la profundidad humana de aquella acción, la de un hombre que actuó de acuerdo a lo que consideró correcto, necesario, prioritario: salvar a su compatriota, a su jefe, y a la causa por la que estaban luchando.  

Una vista de frente del convento San Carlos (Prensa San Lorenzo).

San Lorenzo ofrece múltiples aristas para los estudiosos de la historia de la memoria colectiva y la construcción del discurso patriótico, por las referencias que suscita. Y si bien por ese mismo motivo pudiera inferirse que su principal aporte a la causa de la Revolución e Independencia trascurrió por el terreno de lo simbólico, a manera de un Waterloo vernáculo, es necesario aclarar que fue un hecho de armas relevante a pesar de la reducida escala numérica de las tropas intervinientes.

Jóvenes guerreros

 

En San Lorenzo triunfó la juvenil osadía de quienes tendrían destacada actuación en la causa emancipadora: San Martín de 35 años de edad, el alférez Hipólito Bouchard, de 33, el futuro corsario de la revolución, que dio muerte al abanderado enemigo y le arrebató la bandera; o Mariano Necochea, de 21 años de edad, que ocupó la vanguardia en aquel entonces y que luego lo acompañara al Libertador en la campaña a Chile y Perú.

Pero San Lorenzo también fue la tumba del capitán Justo Bermúdez, de 40, y el teniente Manuel Díaz Vélez, de 28, quienes llevaron al extremo las ordenes de San Martín de empujar al enemigo por las barrancas, y de otros dieciséis compatriotas más. 

El triunfo de San Lorenzo revirtió la desazón que se había apoderado de la región luego de que los realistas saquearan San Nicolás, donde incluso mataron a su párroco, y San Pedro; desalentaron los planes realistas de continuar sus operaciones fluviales hasta Paraguay, pacificando por un tiempo el litoral y manteniendo expedita la comunicación con Entre Ríos, que era la base del ejército sitiador de Montevideo.

Un granadero en el Campo de la Gloria (Alan Monzon).

Las familias rosarinas hicieron su aporte en hombres y vituallas. Celedonio Escalada, Gregorio Cardozo, Felizardo Piñero, Vicente Mármol, Julián Corbera, Manuel Isaza y Pedro Salces, fueron auxiliares claves en las operaciones libradas en esos días.

El otro 3 de febrero

Sin embargo, para Rosario, la fecha del 3 de Febrero, tiene un doble significado porque un 3 de febrero 1852, el Ejército Grande, comandado por el general Justo José de Urquiza, venció en los campos de Caseros a las tropas del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. De esta manera el país pudo organizarse constitucionalmente y Rosario iniciar su despegue económico institucional, pasando de Villa al rango de ciudad.

Así lo entendieron las autoridades municipales que en el siglo XIX al denominar a una calle céntrica como “3 de Febrero” no lo hicieron en alusión al Combate de San Lorenzo -que aún aguarda su calle- sino a la Batalla de Caseros. 

Asimismo aquel combate contribuyó a levantar la moral de la población, comenzó a forjar el prestigio del futuro Libertador, quien se ganó la confianza de sus compatriotas y comenzó a infundir respeto y temor en el enemigo.

Institucionalmente consolidó la posición de la “Asamblea del Año XIII”, que había empezado a sesionar, el 30 de enero, asumiendo la representación soberana del pueblo de las provincias y por lo tanto desconociendo expresamente la soberanía de Fernando VII, jalón indispensable para el proceso emancipador que le siguió.
Por su parte, en San Lorenzo, el coronel José de San Martín conquistó con su sangre uno de los bienes más preciados para el inicio de toda empresa de liberación: La confianza de sus compañeros de Causa, en especial la de sus subordinados y alejar aquella sombra de “espía” realista que acompañó su regreso a estas tierras.

Por primera vez, el nombre de San Martín se sumó victoriosamente al de otros guerreros argentinos como el héroe de Tucumán, Manuel Belgrano. 

(*) El autor es miembro de la Academia Nacional de Historia e investigador del Conicet