La idea de que la Argentina va hacia un crack económico, que se instaló con fuerza luego de que Javier Milei agitara la salida de los depósitos de los bancos y la corrida cambiaria que llevó el dólar por encima de los mil pesos, despertó la memoria de la hiperinflación del 1989 y el quiebre de 2001.
Son esos lugares adonde nadie quiere volver. Pero este es un país atrapado en un laberinto del que, aunque a veces parece que sí, nunca podemos escapar. ¿Podremos alguna vez?
En este marco, un usuario de X (ex Twitter) de nombre Mariano lanzó una propuesta que se viralizó y tuvo una enorme convocatoria: invitó a sus seguidores a relatar “historias personales durante crisis económicas para que los más chicos las lean y tengan una idea de lo que se viene”.
Por una cuestión generacional, la mayoría de los relatos remiten a 2001. En muchos casos se trata del recuerdo de situaciones conmovedoras en las que aparecen las penurias económicas pero también la solidaridad, las nuevas redes que se armaron para sostener un tejido social que había quedado de muerte. No solo la plata no alcanzaba: la gente perdía el trabajo –fueron tiempos de desocupación récord– y con él la esperanza.
“Diciembre de 2001. Mi viejo también perdió su laburo de años. Una semana antes de las Fiestas, un conocido le consiguió una changa y con eso se pudo comprar algo para cenar en Navidad. Nos sentamos en la mesa y se largó a llorar, yo tenía 12 años, nunca lo había visto llorar”, escribió, por ejemplo, Hernán Araujo.
“Mi mamá salió a vender su pelo para comprarle un churrasco y un alfajor Terrabusi a mi abuelo enfermo de cáncer, poquito antes de que falleciera”, recordó Laura Llorente.
“No es personal, pero mi mamá tenía ganada una medalla de oro al mérito en su primer trabajo. En la crisis de 2001 la tuvo que hacer fundir para comprar jabón en polvo, y algún otro artículo de limpieza”, sumó Marcos Monteleone.
Ante la falta de poder de compra, se popularizaron los clubes del trueque, lugares donde la población podía conseguir bienes que necesitaba pero que no podían pagar con dinero: “Mi mamá sacaba ropa del placard y se iba a la plaza, al club del trueque, para cambiarla por fideos para comer. Ella abogada y mi viejo médico. Yo iba y volvía a la facu a pata 35 cuadras. Todo el día con un pebete a veces. Yo cobraba en Lecor (quasi moneda) y alcanzaba solo para los cospeles”.
Las consecuencias del corralito de Domingo Cavallo para muchísima gente fueron devastadoras, aunque no estuvieran en la extrema pobreza: “Crisis 2001, tenía 5 años: mi madre tenía una pyme de alquiler de maquinas de café para eventos, con otro colega. El corralito les comió la guita que tenían en el banco. No pudieron continuar pagando las máquinas. Le embargaron cosas. Es perderlo todo en un instante”.
Aunque fueron las menos, también hubo recuerdos de lo que fue la hiperinflación del 89, entre ellos el de una ex estudiante de la Universidad Nacional de Rosario proveniente del interior de la provincia que contó que un día viajó a la ciudad con la plata justa para el pasaje de colectivo, pero a la vuelta se encontró con que el mismo ya había aumentado y por lo tanto no le alcanzaba.
“Nunca olvidaré el año 89: yo corría entre las góndolas para adelantarme al repositor y poder agarrar un paquete de harina antes de que lo remarque. Así me había entrenado mi vieja”, recordó por su parte Walter Carletti.
Son unas pocas historias. Pero hay muchísimas. Cada familia tiene la suya. Los más grandes las pueden contar para que, como dijo Mariano, los más jóvenes sepan de qué se trata.