Jorge y Daniel eran amigos de toda la vida. Nacieron en la misma cuadra, el mismo año, separados por unas casas de distancia. Fueron compañeros de escuela tanto en la primaria como en la secundaria, y pasaron casi todas las tardes de sus vidas juntos, jugando y creciendo.

Fieles amigos, cada uno fue testigo del casamiento del otro y también mutuos padrinos de sus hijos. Continuaron viviendo en el mismo barrio, esta vez ya separados por algunas cuadras de distancia y frecuentándose con menos asiduidad. El tiempo de la amistad era ocupado inexorablemente por la familia y las ocupaciones, pero el afecto profundo seguía intacto. Al fin y al cabo ellos mismos lo decían: eran como hermanos.

En uno de los tantos desbarranques económicos del país, Daniel quedó en la ruina. Cerró su negocio, vendió el auto y la casa estuvo al borde de correr la misma suerte. Su esposa al ver el un cuadro tan desalentador, desapareció de un día para el otro llevándose el último dinero en efectivo que tenían.

Paralelamente, Jorge había capeado el temporal mercantil y se encontraba en una posición completamente diferente a la de su amigo. Sin dudarlo, le extendió a Daniel una buena cantidad de dinero para ayudarlo a salir del paso y comenzar a recuperarse. “¿Cómo no voy a darle una mano a un hermano?”, dijo cuando le entregó la suma.

Daniel invirtió el dinero acertadamente y con el tiempo pudo rehacer su vida económica. Arregló la casa, compró un flamante cero kilómetro y también una lanchita que amarraba en el Ludueña. Sus negocios funcionaban bien y vivía holgadamente, sin preocupaciones de ningún tipo.