Unos tienen más mundo que otros. Y también más dinero. Eso quedó demostrado cuando, tímidamente, los invitados a la inauguración del casino empezaron a acercarse a las ruletas. En la primera mesa que se abrió sorprendía un muchacho, bien joven él, que parecía saber lo que hacía.

Acompañado por sus padres, cambió varios billetes de los que tienen la cara de Roca por fichas y se dispuso a jugar. Lo hacía en forma estudiada. Un poco acá, un poco allá. Estaba claro: no era un novato y estaba dispuesto a pasar horas allí, con los vaivenes del azar pero también con la certeza de que a la suerte hay que ayudarla.

Distinto era lo que pasaba con un cuarentón que cambió treinta pesos por seis fichas de cinco y al que sus amigos le sacaban fotos con los celulares, como si se tratara de turistas que ven por primera vez la nieve.

“Mi suegra me dijo que apuesta al 15 y al 17”, dijo confiado. Tres fichas en un número, tres fichas en el otro.

Su experiencia como apostador duró un suspiro: la bola se clavó en el 21 y el cuarentón y sus amigos se fueron rápido para otro lado, en busca de experiencias si no menos frustrantes aunque sea más duraderas.

Quedó una moraleja: la suegra no necesariamente es bruja.