Ante todo, es necesario reforzar la convicción de que la vida siempre va para adelante, y que -en todo caso- intentar una mirada retrospectiva sobre las manifestaciones sociales de otros tiempos, es sólo una necesidad histórica de saber de dónde venimos, antes que un enamoramiento del pasado.

Una de las innumerables gratificaciones que otorga la vida en democracia, es la posibilidad de expresar lo que uno piensa, con mayor libertad que en épocas de dictadura; sin que caigamos en la torpeza de pensar que ese ejercicio es absoluto por el solo hecho de tener un gobierno constitucional.

Los derechos se ejercen cada día y se reivindican cada minuto, y ese objetivo es el que lleva a miles de ciudadanos argentinos (vecinalistas, jubilados, obreros cesanteados, ahorristas, deudores, ex combatientes, familiares de víctimas, consumidores, ecologistas, desocupados, etc.) a salir a la calle para manifestar su descontento, para pedir que se los tenga en cuenta o para exigir justicia.

“La incertidumbre –dice el autor de “La duda”, John Patrick Shanley, puede generar un lazo tan fuerte como la certeza”; y en ese marco de perplejidad actual -poblado de innumerables dilemas sobre qué pasará con el país, con el trabajo, con la educación, con la salud, con la jubilación: en definitiva con nuestras vidas- es que surgen cada vez más protestas colectivas en las que indefectiblemente, chocan intereses personales.

Sin árbitros duchos a la vista, y con el plafond que dan las evidencias, según las cuales cortar calles permite conseguir cosas, todo el que tiene una demanda insatisfecha, se siente con total derecho a interrumpir el tránsito y a perturbar la existencia del resto, con tal de alcanzar la meta: recuperar la energía eléctrica, lograr la reincorporación de obreros despedidos o impedir que avance la construcción de una mega obra sobre la costa.

Cualquier causa aparece como válida para cortar rutas y calles: que faltan bancos en una escuela, que robaron siete veces en el mismo autoservicio, que los colectivos no pasan con la frecuencia debida, y así hasta el infinito. Y es lógico suponer -toda vez que se permitió el primero, el segundo y el vigésimo corte- que los que vienen después a expresar su reclamo con idéntica metodología, se sientan con el mismo derecho que los anteriores a utilizar esa herramienta de protesta que constituye en sí un delito federal.

“Ya no llamamos más a la EPE”, vociferaba la semana pasada el céntrico vecindario de Alvear y Rioja (poco habitué de la exposición callejera para obtener algo), “estamos cansados de llamar por teléfono y dejar grabado el reclamo con todas las de la ley; nosotros también cortamos la calle, porque está visto que es la única forma de ser escuchados”. Y más allá del caos de tránsito que provocaron, no hay demasiados argumentos para refutar las razones de ese u otros grupos de vecinos y su remanido método de protesta al que echaron mano, ante tanta impotencia.

Democracia para manifestar, pero no para circular por los lugares donde se manifiesta; democracia para peticionar, pero no para ser respetados por nuestros pares; democracia para viajar sin temor a la razia, pero no para salir a la ruta con la garantía de transitabilidad que la Constitución promete.

Un interesante relevamiento hecho por la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) entre 2004 y 2006, consignó las variantes utilizadas por distintos actores sociales en el país para protestar: interrupciones de actos o eventos, resistencias de desalojos, huelgas de hambre, motines de presos, acuartelamientos policiales, protestas con agresión a la propiedad, bocinazos, cacerolazos, caravanas, conciertos de protesta, vigilias, clases públicas, volanteadas, banderazos, papelazos, radios abiertas, instalaciones y representaciones simbólicas , representaciones de vía crucis, crucifixiones, escarches, entierros, encadenamientos, y hasta la entonación del Himno Nacional, entre otras.

Sin embargo, las movilizaciones con corte de calles y rutas, según ese informe, estuvieron siempre en primer lugar. ¿Por qué? ¿A quién les sirven? ¿Quién las avala? ¿Solucionan o sólo descomprimen y permiten a los sucesivos “Ejecutivos” llegar al término del mandato sin que el agua les llegue al cuello?

Por citar un ejemplo cercano, en la Argentina sesentista, la experiencia “Tucumán Arde” demostró cómo se puede denunciar por otros medios, sin necesidad de cruzar un vallado entre vecinos, pero claro: había creatividad. Entonces, en plena dictadura de Onganía, un grupo de artistas plásticos (en su mayoría rosarinos) organizó una muestra con material fílmico documental a través del cual desnudaron que el denominado “Operativo Tucumán” -que llevaba adelante el gobierno como un proyecto desarrollista y modernizador- era en realidad un “Operativo Silencio”, que intentaba tergiversar la verdadera situación que atrevesaba la provincia norteña.

La obra “Tucumán Arde” exponía de manera artística y al mismo tiempo descarnada, la crisis que vivía Tucumán por aquellos años, a causa del cierre de los ingenios azucareros que dejó un tendal de trabajadores sin empleo; mientras que los medios de comunicación manipulaban el discurso contrario, codo a codo con el poder.

Los artistas, unidos a las centrales obreras de Tucumán, Rosario y Buenos Aires, encontraron la brecha -aún en plena vigencia del cese de las garantías constitucionales que caracteriza a las dictaduras- para exponer la corrupción del poder autoritario. Organizaron una campaña de afiches en la vía pública con material periodístico sobre el tema, empapelaron la CGT con los nombres de los dueños de los ingenios, publicaron las cartas de pobladores y maestras en las que hablaban de las penurias que sufrían, pintaron consignas, expusieron fotografías, proyectaron audiovisuales con imágenes que ellos mismos habían registrado y difundieron por los altoparlantes los testimonios de los propios trabajadores cañeros.

Cada breves lapsos, se cortaban las luces del local de la Central Obrera, donde se exhibía la muestra, simbolizando la muerte de un niño tucumano y se repartía café amargo entre los asistentes, simbolizando la crisis de la producción azucarera en la región norteña. Visto 40 años después, hasta parece un derroche de creatividad.

Hoy, salvando la figura de algunos sindicalistas coherentes y algunos pocos cantantes y actores comprometidos, el arte aparece bastante despegado de la realidad que le da de comer, y muchos de los que contra Menem fueron contestatarios irredentos, ahora firman jugosos contratos para cantar en la Rosada y tener sus cinco segundos de fama, aún sabiendo que el verbo “censurar” no sólo se conjuga en tiempo pasado.

Ni qué hablar de la piquetera Nina Peloso en “Bailando por un sueño”, del eternamente jubilado y multipropósito Raúl Castells, como partenaire de Tinelli y de Evangelina Carrozzo, la reina de la Comparsa Papelitos catapultada a Playboy, luego de su efímero e inverosímil furor ambientalista.

Más tecnología, más medios, más micrófonos, más escenarios: ¿en manos de quién? Quizás esto no signifique la muerte de las ideologías; preferiría pensar que sólo se trata de una provisoria carencia de imaginación, o de un déficit pasajero de creatividad que permita mantener encendido el fuego, sin necesidad de echarle nafta.
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Fuentes: * Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a "Tucumán arde". Vanguardia artística y política en el 68 argentino, Eudeba, Buenos Aires, 2008

* Relevamiento de protestas sociales en Argentina, Instituto de estudios y formación-CTA. Equipo de conflictos y protestas sociales, Año 2006.