Ricardo Robins

Un joven camina por calle Jujuy, a la vuelta de la zona de la tragedia, y lleva el marco de una ventana que ya no tiene vidrios. Unos metros más atrás, hacia Oroño, una mujer avanza con los ojos llenos de lágrimas. En la esquina, se levanta la primera carpa de asistencia a familiares y vecinos afectados. Una cuadra más allá, en la intersección del bulevar y Salta está el vallado más rígido, que sólo permite el paso de rescatistas y funcionarios. En esa base operativa, ya no hay exaltación y corridas. El shock inicial dejó paso a otra sensación. Bomberos, gendarmes, ayudantes, familiares de víctimas, vecinos damnificados, funcionarios y periodistas se juntan, comparten experiencias, toman un café, comen algo, lloran, se ríen. Hacen un luto colectivo.

Dos rescatistas abren al vallado y Leandro, un joven bombero voluntario, sale de la zona de la tragedia, a mitad de cuadra de Salta al 2100. Se sienta sobre el paragolpes de un coche autobomba y toma gaseosa de una botellita. Un fotógrafo se le acerca para charlar. Una voluntaria les ofrece café.

- No gracias, dale a los voluntarios-, dice el reportero gráfico.
- Les damos a todos-, responde ella.

Leandro, el bombero voluntario, llegó el martes a las 10 de la mañana al edificio de la explosión. Se quedó hasta las 20 de ese primer día, diez horas participando de la remoción de escombros. Su rol: un eslabón más en el pasamanos, que depende del Comando de Incidentes. A las 8 del miércoles se tuvo que ir a su trabajo: es paramédico. Hizo guardia hasta las 24. Se bañó y sin dormir volvió a la zona de la tragedia. Ahora es mediodía del jueves y, tras doce horas de labor en el edificio derrumbado, se toma un recreo.