Llega el frío y el guante se convierte en un accesorio imprescindible que en cada temporada adquiere mayor notoriedad.

Existe una leyenda griega que cuenta que mientras Afrodita, diosa del amor y la belleza, perseguía a Adonis en los bosques, se lastimó las manos con unas espinas. Las tres Gracias, en cuanto oyeron sus lamentos la socorrieron y unieron unas tiras delgadas y livianas que adaptaron a las manos de la diosa.

Pero en realidad mucho antes los habitantes de zonas expuesta a grandes fríos necesitaron proteger sus manos contra los rigores climáticos. Se cree que la utilización de los guantes procede de los tiempos prehistóricos. Los egipcios dejaron constancia de su uso en una tumba real de alrededor de 1350 a. C. Homero y Jenofonte los mencionaron en sus textos. Los griegos y romanos, que vivían en climas relativamente templados, se protegían con ellos las manos cuando hacían trabajos pesados.

En el siglo IV, para los caballeros el guante fue un artículo de lujo, símbolo de elegancia y distintivo de casta. Durante la Edad Media la tradición y la etiqueta no permitían su uso a las damas. Recién en el siglo IX se les permitió empezar a lucirlos. Se confeccionaban en diversos materiales, toda clase de pieles y telas, tales como terciopelo, gamuza, conejo, cordero, cabritilla, marta, nutria, perro, lobo, zorro, gato, liebre, ciervo y búfalo. Se engalanaban con botones, encajes, perlas y piedras preciosas. Se fabricaron guantes perfumados con aceite de jazmín, ámbar, aceite de cedro, azahar y rosa, que estuvieron de moda durante mucho tiempo.

Se empezaron a alargar hasta llegar al codo en el 1400 y se convirtieron en una debilidad femenina.