Aunque parezca natural (¿acaso el mundo podría sobrevivir sin educación escolarizada?), la escuela – como el resto de las instituciones - es un producto histórico, una verdadera construcción cultural sometida a las condiciones de aparición y de construcción dentro de la civilización occidental. No hablamos de la educación que, más allá de las discusiones que puedan cruzarse, es siempre un hecho connatural, ontológico, propio del ser del hombre. Pero recibir una parte de la educación en una institución con una organización específica es un invento de la modernidad. Fue tal el éxito social de tal aparición en los albores de la edad moderna que terminó por naturalizar el concepto de escuela.

Que algo se haya vuelto exitoso, necesario o ineludible no lo convierte en natural o eterno. Acostumbramos al funcionamiento de las instituciones, se concluye que las mismas gozan de una temporalidad indefinida: existen desde siempre y han de perdurar para siempre. Pareciera que la escuela se resiste a la historia y, sin embargo, debemos abordarla porque nos permite explicar su nacimiento y justificar la particular manera con que comenzó a operar a mediados del siglo XVI prolongándose sin cambios sustanciales hasta nuestros días. Nacida y consolidada al calor de una época histórica, reinó durante cinco siglos, aunque – desde hace algunas décadas - pareciera sobrevivir sin un destino seguro.

Habituados a la presencia de las escuelas instaladas en el paisaje de la modernidad, familiarizados con su funcionamiento, y deudores en mayor o en menor grado de sus beneficios suponemos que toda educación se asocia y se concentra necesariamente en la escuela, concluyendo que su eventual desaparición o metamorfosis representaría un verdadero caos para la cultura y la humanidad. Su existencia actual y las múltiples funciones que aun presta no prueban su existencia futura. Abordar su génesis, sin embargo, puede servir para definir el porvenir que necesita.


Demasiado apegados a las formas tradicionales, artificialmente atrincherados en la repetición fiel de lo que siempre se hizo y se hace, nos cuesta asumir una perspectiva histórica para rescatar los aspectos esenciales que nunca podrán negociarse, distinguiéndolos de los aspectos accidentales y contingentes que necesariamente deben ser reconstruido al calor de los cambios producidos por la sociedad y las ideas. El valor de la historia radica en la posibilidad de leer, en el presente, el carácter circunstancial de muchas expresiones y proyectar hacia el futuro formas o creaciones absolutamente innovadoras: el atrevimiento del pasado alimenta la creatividad del porvenir.


QUE ES UNA ESCUELA

Nadie puede desconocer que algunas prácticas educativas fueron también institucionalizadas en la antigüedad, en el período medieval y en las culturas orientales, pero el formato definitivo de lo que se denomina escuela – tal como nosotros mismos la reconocemos - es una construcción específicamente moderna porque en ese momento se reúnen una serie de condiciones, categorías o requisitos que permiten registrarla como tal más allá de las mínimas variaciones producidas a lo largo de los últimos cinco siglos.

Generalmente las categorías que operan en la historia surgen de la visión crítica de las prácticas o sistematización del presente. Por eso, como unidad de referencia y de análisis, la escuela – para ser tal - debe reunir los siguientes caracteres: (1) ser una organización socialmente reconocida para brindar educación formal; (2) estar habilitada por los poderes vigentes y aceptada por las familias; (3) funcionar en un espacio específico y claramente delimitado; (4) ajustarse a un horario establecido y a períodos de tiempo (días, meses) pre-determinados; (5) operar como transmisora de la cultura, las pautas morales y la axiología a las nuevas generaciones; (6) operar siempre como práctica comunitaria (común, grupal) que comparten sujetos en crecimiento; (7) estar a cargo de un grupo de adultos idóneos y preparados, responsables de los estudiantes y de la tarea educativa; (8) estructurar sus prácticas y actividades respondiendo a fines específicos; (9) responder a un orden determinado según diversos esquemas de organización, graduación, promoción y acreditación; (10) y tener capacidad para habilitar a los usuarios en los diversos tipos de inserción social.

Muchos de estos caracteres ya se pueden observar en las demandas de Comenio en su Didáctica Magna de 1630 y en su Pampaedia de 1650, cuando exhortaba a la universalización de las escuelas, al tiempo que proclamaba la creación de las mismas con un rigor que exigía superar la difundida pérdida de tiempo y de ingenios, y construir verdaderos “talleres de hombres”.

Desde esta compleja visión de la institución/organización denominada “escuela”, los esfuerzos precedentes representan una mera pre-historia porque atendían parcialmente a algunos de sus caracteres constitutivos. Baste citar por ejemplo que el quinto componente (la transmisión sistemática de la cultura, pautas morales y axiología) es una tarea que existe en la sociedad griega, en el imperio romano y en el medioevo pero sin las restantes categorías que lo acompañan.

Lo mismo puede decirse de la presencia de educadores, de los estudiantes o del reconocimiento familiar. Por esto, la idea y la decisión de colocar en un lugar, en un período de tiempo, en determinados años o ciclo, a cargo de un grupo de educadores que trabajan asociados, a un conjunto de alumnos que concurrían a diversas aulas para recibir juntos la misma lección cada día, es un producto que toma forma a partir del siglo XVI. De hecho, los mismos testimonios históricos que proclaman la necesidad de la escuela (Erasmo, Rabelais, Montaigne, Lutero, Comenio) reconocen que las prácticas de su tiempo no pueden considerarse tales y que es necesario crear y poner en marcha otro tipo de organización.